“Veo una gran cantidad de colegas del campo del arte que manejan técnicas de formación, pero no tienen tema y tienen que elegirlo. Eso me parece que es como un poco la muerte del arte”, dice Pablo La Padula, sentado frente a una mesa mínima que se despliega en su taller de Palermo abarrotado de obras, actuales y de sus inicios.
La Padula es un artista atípico. Doctor en Ciencias Biológicas de la Universidad de Buenos Aires, su formación se produjo fuera de las academias de bellas artes e, incluso, se dio después de haber tenido su propia muestra en el C.C. Recoleta. Pero aquí no se le preguntará sobre la relación entre arte y ciencia, porque su práctica escapa a esos límites esquemáticos y ambas se funden, se mezclan, y su manera de entender la cuestión creativa está impregnada de una y otra.
Así, este encuentro se presenta como una buena oportunidad para conocer cómo a un niño que le gustaba dibujar se volcó por una carrera de exactas para que finalmente esas dos pasiones confluyeran en el mismo sendero, y cómo esta experiencia generó una mirada particular sobre la función social del arte, entre otros temas.
La Padula viene de participar en dos muestras durante el verano, como Bajo el mismo árbol, un proyecto de herborización colectiva, en Galería del Paseo de Punta del Este, Uruguay, y de cerrar Soberanía de la percepción, en Tecnópolis, mientras que prepara trabajos para la exhibición que tendrá en julio 2023 en el Museo de Arte Contemporáneo (MACBA).
-¿Cómo fueron tus inicios con el arte?
-Un cliché total. De chico dibujaba. Tengo cuadernos de esa edad, y veo que tenía un mundo muy dibujístico. Era bastante solitario y dibujaba todo el tiempo. Creo que tenía un mundo interior muy potente y dibujaba como mi parte del universo. En el secundario, me pasó algo dramático, se me había cortado como la fuente de inspiración y copiaba y copiaba, desde carreras de Fórmula 1 a la revista Corsa. Copiaba de El Gráfico la jugada de gol de Boca, a Astérix y Obélix. Hace poco encontré esos cuadernos.
-¿Y cómo renació la invención después?
-Cuando entré en la universidad ahí me vuelve a explotar el dibujo. De nuevo como con un universo propio.
-¿Y encontraste en esos cuadernos de la infancia alguna raíz, alguna unión, con lo que hiciste después?
-Creo que sí. Cuando yo empiezo a dibujar a los 17 o 18, ya como grande, en la facultad, con unos amigos jugábamos mucho, tratamos como que el dibujo fuera mágico, en un sentido naif. Algo totalmente inocente. Me pasaba horas. Cuando era chico quería meterme dentro del universo del dibujo y ya de grande que ese universo saliera. Los llamábamos dibujos mágicos, eran paisajes, naturaleza muy realista, y eso me remite a los primeros juegos en que dibujaba así como muy prolijo y utilizaba elementos de dibujo de mi viejo, que era arquitecto. Entonces sacaba la rotring, el plumín, toda la artillería de lápices bien afilados, y hacía un dibujo arquitectónico. En esta segunda etapa, cuando empieza la facultad, era un dibujo bastante realista y trataba como de meterme yo en una instancia de una naturaleza muy exótica, pero siempre con la naturaleza como hilo.
De chico dibujaba la escena familiar, el Renault 4 de mi viejo con nosotros adentro o situaciones así, el acuario que tenía muchos peces. La llamo como una época proto artística. Ya cuando estoy estudiando biología era totalmente intuitivo, no sabía si lo que hacía estaba bien o mal, no tenía ningún tipo de parámetro, sólo dibujaba. Y con respecto a la facultad contrastaba mucho porque no existía eso de contemplar. Y la facultad fue, en ese sentido, lo inverso a lo que había imaginado. Estaba en zoología y podía estudiar peces y pensé que me iba a meter en las Galápagos, pero solo veía esqueletos. Puedo reconocer que ya en la infancia había una cuestión de la observación y de la mano, de cierta destreza del dibujo.
-¿Te generó conflictos internos lo de la facultad?
-No lo veía como conflicto interior, sino como una sumatoria de acciones que eran todas virtuosas. Me metí en el dibujo introspectivo, y dentro de Ciencias Exactas, biología era como la carrera más hippie de todas y había un lugar para eso, que era la inmersión en la naturaleza. Todos los estudiantes de biología de 17, 18 años íbamos con la carpa a cualquier parque nacional. El combo de estudiar biología era tirarte de cabeza a lo más primitivo y a cualquier situación salvaje.
Nunca paré de dibujar y a medida que fui estudiando dibujé cada vez más tal vez porque se me hacía un poco árido el estudio matemático de la biología. Así fue hasta que un compañero me dice “tengo una tía, que tiene una galería de arte, ¿no querés mostrarle los trabajos?”. También me acuerdo que previo a ese momento una amiga de mi vieja me pregunta “¿para qué dibujas?” Y no supe qué responderle. Fui a visitar a la galerista y se me abrió un portal. Entendí que lo que yo hacía era algo y que había toda una estructura en el mundo formal del arte que desconocía.
Ya trabajaba con humo, con fuego, dibujaba cosas, pero como no tenía ningún bagaje académico, pensaba que lo que hacía era pésimo. Para mí el arte era el cliché: dibujo, pintura y grabado. Entonces me dijeron de llevar una carpeta de obras al Recoleta, me llamaron, tuve una entrevista en la que estaba Omar Stella, y me acuerdo que se miran y dicen: “Está bueno, no tenemos ni idea qué es, pero está bueno, démosle una sala”.
-Y arrancaste con esa muestra en el Recoleta, que entonces era otro tipo de espacio, muy pujante e importante.
-Fue una cosa rarísima. La experiencia más alucinante de mi vida, y no paré más. Con esa muestra dije, “bueno, tengo que estudiar” y empecé a conocer muchos amigos que estaban estudiando Bellas Artes y ahí sí hubo mucho conflicto porque había frases como “no podés romper el dibujo, si no sabes dibujar”, “no podés construir una pintura, si no sabes pintar”. Todos esos clichés de otra época. Quizá estaba mal parado en el lugar, sin entender de dónde venía: yo no era del Bellas Artes.
-Un problema de identidad. De entender que el arte, más allá de la formación que es muy importante, puede entrar por otros lados.
-Sí, exacto, era un problema de identidad. Seis meses después de esta muestra, que la incluyo en mi etapa proto artística, porque está fuera de mi constelación, no sé cómo entenderla aún, un amigo me dice “estoy estudiando con un tipo que es un capo en pintura”.
-¿Carlos Gorriarena?
-Claro y para mí esa fue la entrada al mundo del arte desde la perspectiva de entender de qué se ha hablado, cuáles eran las preguntas, y la acción que se buscaba. No era cuestión de dibujar o pintar bien o mal, sino de un conocimiento en formato visual, de pensar una idea, una trayectoria igual que con la biología.
-¿Le mostraste tus trabajos con fuego a Gorriarena? ¿Qué te dijo?
-Se los muestro en la entrevista de admisión. “No sé lo que hago”, le dije, “no estudié nada”. El me mira y me dice algo que me pegó en la cabeza: “Mirá, vos estudias biología. A los biólogos los entrenan para mirar y el arte se trata en primer lugar de saber mirar”.
-Era un artista con unas convicciones fuertes, ¿cómo fue el proceso de ser su alumno?
-Espectacular. Tuve también un encontronazo a partir de una palabra que después me quebraba, no entendía qué quería decir, pasó mucho tiempo hasta que la entendí.
-¿Cuál?
-Efecto. El primer año era cero teoría y él decía que los colores no responden a teorías, sino a contextos. Llevaba pinturas y dibujos y él decía “funciona”, “me gusta”, nada más. A mí me rompió la cabeza entender que una combinación de colores podía funcionar en un contexto y en otro, aún siendo similar, no. En el segundo año había que llevar una obra terminada para que todos opinen y el artista no podía defenderla. Yo llevaba laburos y a la gente les gustaban, y al final hablaba él: “Me encanta, es lindo como efecto pero como pintura no vale nada, no tiene cuerpo. Vos sabés inteligentemente cómo combinar, poner una luz acá, otra allá, y hacer que la imagen sea atractiva. Y la imagen es atractiva, pero en clave de dibujo y de pintura es solo un efecto”. Yo me quería matar. Me molestó y me dijo “Mirá, este es mi punto de vista. Si te gusta, te gusta, sino nadie te obliga, yo tampoco tengo la verdad”. Me dije “este tipo tiene 70 años y una trayectoria, vas a aprender, dale crédito, lo que te está diciendo no es un acto de maldad si te dice que está bueno”.
Me decía, “métete en el lenguaje pictórico y te recomiendo que dejes la figuración”. Después estudié modelo vivo, porque tenía como una especie de complejo. Pero me puse a pintar abstracto, color, pum, pum, pum y estuvo bárbaro.
-¿Y cómo pasaste a la fotografía?
-Ya le daba mucho a la fotografía intuitivamente. No quería ser fotógrafo. Ya sacaba muchísimas fotos de insectos, me iba bien, y me fui a estudiar al Rojas con Alberto Goldenstein, que era el fotógrafo menos fierrero y más artístico de aquel entonces, a finales de los ‘90. Y ahí se me armó otro quilombo, porque Alberto tenía una postura de entrada diferente a la de Gorriarena. Ponías la foto y te decía, “bueno, contame la idea”. Empecé a tener un conflicto con las producciones que yo empezaba a hacer. Venía de entrenar para mirar, me gusta, no me gusta y listo, y después hablamos intelectualmente de la obra. Y en el Rojas me encontré con la operación inversa y también con un montón de chicos jóvenes que tenían una ansiedad muy grande por insertarse en un mercado, en el circuito. Gorriarena te decía, “¿cada cuánto creen que tienen obra para mostrar por la que se necesite convocar a la ciudadanía? Si un artista cuelga 10 cuadros tal vez tiene tres buenos y valió la pena”. Alberto estaba en el futuro y Gorriarena estaba anclado en algo más tradicional. Eso fue un quilombo grande en mi cabeza con cómo llevar adelante un proyecto artístico.
-¿Y hoy, con todo ese desarrollo, cómo llevás adelante un proyecto?
-Soy una persona que siempre reflexiona sobre lo que hace. Trabajo solo en aquello que me gusta, que me da placer. Cuando trabajo no pienso, lo hago una vez que el trabajo ya está terminado. Nunca armo una obra, ni una muestra, a partir de un planteo teórico. Después, juego con las piezas, puedo combinarlas y juego con las ideas.
Por ejemplo, cuando armo un gabinete de curiosidades. Después va a una muestra de medio ambiente y cambio climático, pero yo no estoy pensando que la obra debe tener en su interior controversias de la biología, del campo climático y que la podemos llevar a un agenda de cambio climático. Yo no me puse a armar la obra en función del cambio climático, el agua, etc.
Hace años trabajo con insectos, con larvas, porque me gustan los bichos, hago fotografías, fotogramas. Si hoy me llaman y dicen “vamos a hacer una muestra sobre estos temas”, yo puedo recurrir a un montón de obras que pueden amoldarse a esa agenda, pero no me pongo a buscar insectos porque hay que hacer bioarte.
-Ya que lo nombrás, es como un síntoma de la época que los artistas jóvenes produzcan en pos de agendas o sean las agendas las que faciliten el camino de mostrar el trabajo, ¿creés que es algo que sucede con el arte y el medioambiente, por ejemplo?
-Sí, pienso mucho sobre eso, doy clases y tengo muchos alumnos jóvenes. Generalmente a los estudiantes les pido que busquen su tema. Cuando estudiaba modelo vivo y dibujo técnico con Diego Dubatti, me decía “vos tenés como una ventaja, sabés lo que querés”, “tenés un problema resuelto enorme, porque vos sos la biología, la naturaleza”. Yo no entendía lo que me decía, ahora sí.
Veo gran cantidad de colegas del campo del arte que manejan técnicas de formación, pero no tienen tema y tienen que elegirlo. Eso me parece que es como un poco la muerte del arte, el arte no elige tema. Yo me crié con ese paradigma. El arte viene a resolver un problema que vos tenés en las tripas y que lo tenés que resolver de esa forma, no se elige.
Venimos viviendo la moda de las migraciones en la mitad de los 2000, después fueron los temas de género, el medio ambiente. Son agendas internacionales y el artista no puede montarse en eso salvo que sea un artista comercial, obviamente, y tiene que vender lo que la agenda de la época le pide. Y bueno, ayer pintó el drama de las migraciones, el año pasado problemas de género y hoy pinta hormigas. Yo creo que eso es lo que se llamaría arte comercial en el mejor sentido de la palabra, que seguramente tenga una factura excepcional, que está reflejando una problemática y obviamente, no seamos ingenuos, es cercano a toda una artillería de libros de moda de “filósofos” que hablan de lo que hay que pintar. Y el “filósofo” después cita al artista que mejor se aproximó a su idea, son modelos conocidos y generan un movimiento después en el que se decantan sobre ciertas obras.
Prefiero que la acción artística no me tenga que hablar de lo que le pasa. Los grandes temas, para la política, para los científicos, los sociólogos, los psicólogos y los economistas pero el artista no, que no elija un gran tema, sino su tema.
-Borges decía que los autores tenían un solo tema, que escribían diferentes cuentos o novelas, pero el tema que le importaba, de fondo, era uno. Y vos, con esta ventaja de haber tenido siempre tu tema, ¿sentís que por otro lado que te puede limitar en la búsqueda de cosas nuevas?
-No. Tener un tema para mí no es repetición. Tengo un tema que me mueve y lo exploto, lo desbordo y lo llevo adelante en una charla, en una carrera de grado dando clases, haciendo una obra o caminando con mi hija por el Delta. Entonces, puede ampliarse tanto que no siento que haya una repetición en ese sentido.
Y con respecto al lenguaje, al principio yo padecía de no tener un lenguaje propio, único, como yo no me formé en la Academia entonces sacaba fotos, en el laboratorio hacía fotogramas, rayogramas. Saltaba de un lenguaje a otro, porque por ejemplo, yo quería dibujar moléculas, entonces tiraba líneas, usaba el estilete, todo era perfecto. Si quería hacer una fotografía de un insecto usaba la ampliadora del rayograma. Para cada cosa yo había encontrado un lenguaje. Eso al principio lo padecía porque decía no tengo coherencia y ahora veo que esa fue mi artillería de recursos visuales, no es que era incoherente sino que no me había dado tiempo para poder desplegarlos. Hoy cuento con 5 o 6 recursos con los cuales puedo abordar todo lo que me dan ganas de hacer.
-Ahí entran los gabinetes.
-Los gabinetes son un poco el espacio donde yo rompo esos roles disciplinares. Es mi propio recreo, simplemente puedo hacer lo que se me canta, es el lugar donde no me siento observado por nadie.
-¿Cómo manejás los espacios de las muestras?
-A comienzos del 2000 hice dos muestras raras que marcaron el camino en eso. Una en el Palais de Glace, que era un semicírculo de los de arriba, enorme. Y después también en el San Martín, me dieron esa sala múltiple que está en la parte de atrás que tiene varios pisos. Era una locura para un artista joven. Me gustaba, pero era desbordante y sentía una presión enorme en ambos casos.
Estaba tan entusiasmado que hice lo que quise, llevé todo. Fueron dos muestras, creo que muy incorrectas pero potentes para mí. Mezclé todo mi universo emocional, que iba desde objetos de laboratorio hasta dibujos sobre vidrios, cosas muy truculentas y otras muy ingenuas. No sé si las muestras eran buenas, pero ahí tuve la lucidez de pensar las muestras en nuevos términos, de utilizar la instancia de exhibición como un laboratorio abierto. Es la única instancia donde el artista puede ver desplegada una idea, una hipótesis de trabajo.
Una muestra no tiene que ser un lugar para ver la propia virtuosidad, para que vayan amigos o familiares. Sino una puesta en escena que no tiene porqué ser amable con uno, que nos saque del lugar de confort.
-En julio tenés una muestra en el Museo de Arte Contemporáneo (MACBA), ¿qué vas a presentar?
-Va a ser una muestra direccionada teniendo en cuenta el perfil del museo, que trabaja la geometría. Una muestra más abstracta y con una temática relacionada un poco a mi historia, pero sin llevarlo a lo biológico. Pienso que la obra tiene que dialogar con ese hormigón, cuadros de humo más duros, algo más acético.
-Venís de una muestra en Tecnópolis, un espacio con muchas particularidades, ¿cómo fue?
-Sí, era un espacio muy grande, alto. Entonces armamos núcleos lumínicos que concentraban la atención, los objetos tenían que ser muy pregnantes, visualmente atractivos, teníamos que capturar la mirada porque era un público que iba a circular por ahí. No es lo mismo que armar una muestra en una sala, en Tecnópolis pasaban cuatro mil personas por día.
Armé gabinetes con las piezas, que a mí me resultan más atractivos. Algo simple, quiero que me guste y también a los visitantes. Acá también me desmarco un poco de cierto cliché del arte contemporáneo, eso de no querer hacer una obra que sea agradable, ser contestatario, revolucionario y repulsivo. Como si ser repulsivo o agresivo visualmente fuera sinónimo de ser un revolucionario social y políticamente. Una imagen fea no es ni revolucionaria ni nada, es solo fea. Es una imagen agresiva. La podrás cargar con un sentido político, obviamente, puede ser un sentido socialista, fascista. Entonces para mí no es una cuestión de lindo, feo, sino de que ya estoy en un momento que quiero hacer obras que sean agradables, que se llevan en el cuerpo algo positivo, porque para lo truculento salgo a la calle y vivo en la truculencia. Yo quiero darle algo a la gente, a la sociedad, porque considero que si yo expongo mañana en el MACBA o en Tecnópolis estoy comunicando socialmente algo, tengo responsabilidad política, si no lo muestro en mi casa. Soy un comunicador social y tengo que estar a la altura. Yo quiero darle a la gente lo mejor de mí posible.
-Entonces, para vos el arte sí tiene una función social.
-No lo dudo, no lo harías si no, expondría en mi casa para mis amigos. No entiendo al artista que pide una sala pública y dice que “el arte no sirve para nada”. No lo entiendo. Me parece que hay una falacia absoluta o un acto de profunda hipocresía. De la misma forma que el científico que publicó un paper que tiene algo de original y aporta conocimiento, una casa, como es un museo público, abierto y pagado por todos tiene que aportar algo. Obviamente el arte no va a resolver problemas, no va a decir cómo hay que hacer las cosas, pero genera lo simbólico, genera espíritu de época y me parece que hoy es fundamental.