Ferran Barenblit: “No quiero renunciar a la utopía”

El curador internacional y director de prestigiosos museos españoles, confiesa que gran parte de su trabajo es convencer a gente de hacer cosas que no tenían previsto.
Por María Paula Zacharías

 

Ferran Barenblit es argentino, pero su tono de voz confunde. Vive en España desde que era muy chico. Desarrolló allí una gran carrera como director de museos y espacios culturales, como el Centro de Arte Dos de Mayo (CA2M) y del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA). Su figura y las peripecias que narra lo asemejan al protagonista que encarna Oscar Martínez en la serie Bellas Artes (Dinsey+), que tiene como guionista al director del Museo Nacional de Bellas Artes local, Andrés Duprat. De hecho, su nombre se lee en los agradecimientos.

En su último paso por Buenos Aires, curó la muestra Dies Irae. Sobre las posibles formas del mañana, del artista español Max de Esteban, en el Muntref-Hotel de Inmigrantes, que reúne seis videos y diez series de imágenes que analizan infraestructuras clave del capitalismo contemporáneo.

Barenblit no es, sin embargo, un pesimista: "La idea es pensar de qué manera el arte puede servir como una plataforma en la cual cuestionarse la realidad. Girarla sobre sí misma, sobre sus contradicciones. Y mostrar opciones paralelas de entender. Creo en el papel político del arte. Primero para cuestionar la realidad, mirarla directamente y preguntarse. Para mí hay algo muy importante, que es no renunciar a la utopía. El mundo puede y debe progresar. Yo no quiero renunciar a la utopía"

 

–¿De vuelta en Argentina?

–Yo me fui de acá con ocho años, en el 77. Vivo en España y opero como español. Dos veces he vivido en Estados Unidos, viví en Barcelona y en Madrid. Estudié Historia del Arte, después el postgrado en Museología. Más allá del exilio, que sí fue movido, el resto es como dentro de la normalidad contemporánea. Tuve mucha suerte y trabajé veinte años non-stop como director de una institución. Primero en el Centro de Arte Santa Mónica de Barcelona, donde estuve seis años. Después pasé al CA2M de la Comunidad de Madrid, del que fui el primer director, entre el 2008 y el 2015. Y después, entre el 2015 y el 2021, volví a Barcelona para hacerme cargo del MACBA. Y al salir de ahí, tuve una decisión muy meditada de no saltar rápidamente a otra institución y dedicarme un tiempo a algunos proyectos pendientes, como volver a Estados Unidos y ejercer la docencia. Estuve dos años de profesor visitante. Y después volví a Barcelona, donde ahora tengo la base y casi todo lo hago afuera. Pronto inauguro en Guadalajara, México. No me siento freelance. Yo me siento como director de institución sin instituciones, de momento. Ser curador de la Bienal de Cuenca, en Ecuador, fue una grandísima experiencia. Para mí una de las más intensas y maravillosas.

 

–En el caso de una bienal, ¿tiene la libertad el curador de hacer lo que quiere? 

–Nadie desea que un curador haga lo que quiera. Un curador hace lo que debe, no lo que quiere. Y sobre todo, si me lo preguntas como director de institución, ¿Puedes hacer lo que quieres? No, hago lo que debo hacer. Entonces, yo creo que a uno lo llaman precisamente para que sea capaz de entender qué es lo necesario para esa institución, para esa circunstancia, para esa bienal en un momento determinado, atado a su propia historia. Incluso cuando llegué al CA2M, como primer director, ahí estaba todo por inventar. No había una historia. Podría haber sido una cosa, podría haber sido otra. Pero obviamente no fue lo que quisimos. Fue lo que creíamos que teníamos que hacer. Que se parecía mucho. 

 

–¿Y qué era?, ¿qué es lo que lograste hacer?

–En ese momento estaba definido por varias cuestiones. La primera era la localización física, en las afueras de Madrid, en la periferia sur. Una zona trabajadora, popular, inmensa, muy grande. Madrid es una ciudad que creo que todavía hoy no tiene asumido su dimensión de gran metrópolis. Todo pasa en un espacio realmente pequeño de la ciudad. La segunda, era el único museo de arte contemporáneo dedicado únicamente al arte contemporáneo. Y, además, ciertas cuestiones de formato en cuanto al edificio. Era importante hacer una propuesta muy clara: confiar en proyectos de artistas poderosos, en curadores invitados que puedan hacer proyectos poderosos también. Un buen curador de educación y de actividades. Que estuviera también bien dotado presupuestariamente y con un buen liderazgo propio. Y sin la presión que tienen muchas instituciones, sobre todo en Europa, de estar insertos en mecanismos de turismo, de número de visitantes. Era perfecto. Fuera de la ciudad podemos ser más molestos. Y funcionó muy bien. 

 

–En cambio, cuando llegaste al MACBA era un hervidero de escándalos, dos curadores despedidos, una obra censurada... 

–El MACBA es una institución muy compleja, que refleja también la complejidad de la ciudad, con una composición de gobernanza también compleja. La complejidad es buena. Las complicaciones, no. Una institución permite ver las líneas que traman una sociedad. Yo llegué para celebrar los 20 años. Y es una colección muy sólida, con una historia muy apasionada, una de las instituciones más destacadas en Europa. 

 

–¿Son verosímiles las cosas que le pasan al director del museo de la serie Bellas Artes?

–Es verdad que por la materia prima con la que trabajan los museos, que es extraordinariamente frágil y simbólica, es sensato que se abran espacios de imprecisión en los contenidos y también que emerjan conflictos que la sociedad a veces no tiene otra forma de expresar. Primero, yo casi volvería a hacer todo igual. En la serie aparece como que el director no está de acuerdo con lo que pasa en su propio museo, a veces, o le incomoda. Una buena parte del trabajo curatorial e institucional es convencer a la gente de hacer cosas que no tenían previsto hacer. Se podría escribir todo un libro sobre eso. Puedo poner mil ejemplos, desde el personal que cuida la sala hasta el artista. Por ejemplo, en el CA2M, una vez, para cierta instalación de Wilfredo Prieto necesitábamos 50 litros de agua bendita. Artista cubano, el más conceptual de los artistas con los que he trabajado. Una exposición que pasaba mucho en el suelo porque había varios charcos. Él ya tenía uno muy famoso, el de Cuba Libre, que es un charco de, como indica el nombre, ron y Coca-Cola, que no se mezclan, están separados. Lo cual también tiene ciertas dificultades, porque convencer al interventor público de comprar litros y litros de ron no es fácil. Lo que le dije: "Primero, no bebo ron; pero si lo bebiera, no bebería el más barato que encontramos en el supermercado". Además, que el ron se evaporaba rápido, y hacía falta mucho más ron que Coca-Cola. Para el agua bendita (que es el primer ready-made), costó un poco encontrar a un cura que bendijera litros y litros de agua. El arte muchas veces implica eso. 

 

–Contame otra de estas historias.

–En Ecuador hubo varias. Por ejemplo, la pieza de Teresa Margolles, que fue maravillosa. En ese país se están incautando muchos estupefacientes y han encontrado una nueva forma de destrucción más segura para el medioambiente que la quema, que es mezclarla con hormigón. Queda ahí adentro por los siglos de los siglos. Entonces, Teresa Margolles propuso conseguir unos metros cúbicos de ese hormigón y hacer con ello tres mesas de ping-pong. La pieza se llama El Poder, una reflexión sobre la droga, el poder de la droga, el poder de los cárteles, el dolor que genera todo esto. Para eso hubo que hablar con jueces, fiscales, encontrar a la persona adecuada que lo autorizara. La parte fácil fue hacer la escultura.

 

–El arte tiene fronteras difusas.

–Te cuento otra historia. Una vez, en una de mis primeras exposiciones que curé, un proyecto para la Fundación Miró de Barcelona, al poco tiempo de inaugurada, uno de los elementos tecnológicos falló. Lo hablé con el fabricante. Propuso arreglarlo gratis. Fue todo perfecto. Lo mandé por mensajería. En cinco días, sin creerlo, lo devolvieron arreglado. Yo era muy joven. No sabía cómo hacer una exportación temporal. Entonces, a la vuelta se quedó retenido en la Aduana. Una comunicación indicaba que había que pagar una tasa de importación. Yo ahí aprendí. Si lo hubiera sacado temporalmente podía reingresar gratis. Fui en persona a buscarlo y pensé que iba a ser muy caro. La agente de aduanas sacó una tabla y dijo: "Obras de arte, no sé cuánto por ciento, me debe tanto". Y le respondí que no: "Esto no es una obra de arte. Esto es un objeto que necesitamos para que la instalación funcione, pero en sí no es una obra de arte". Tenía que estar adentro de la institución para que fuera arte. Si no, era solo un aparato. Entonces, la agente, una mujer joven, me respondió: "Mire, yo he ido varias veces a la Fundación Miró, y yo he visto cosas que ustedes exponen que yo no diría que son arte, pero ustedes lo dicen y yo les creo. Y si ustedes dicen que es arte, yo sigo yendo para verlo. Así que usted en la Fundación Miró decide lo que es arte y lo que no es arte. Yo en la Aduana decido lo que es arte y lo que no es arte. Y esto es arte". Así que pagué como una obra de arte. El arte tiene que ver con cierta autoridad de definir lo que es arte. 

 

–¿Qué tipo de arte te interesa a vos ahora? 

–A mí me interesa lo que se vio en la Bienal de Cuenca. Creo que en general me interesa el arte que indaga en la realidad, que la cuestiona, que la fuerza a girarse sobre sí misma para superar sus contradicciones. En un seminario, alguien me discutió si existen obras buenas y malas. Y sí, para mí una obra buena es la que precisamente te noquea con el número de posibles lecturas. Y que tiene tantas capas de lectura que se relacionan con sí misma, con la realidad, con la propia historia del arte y que no se puede entender sin la historia del arte.

 

 

 

 

 

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