Colección MNBA: Mujer del mar, de Paul Gauguin

La figura del postimpresionista genera debates a ciento veinte años de su muerte. En la era de la cancelación, la pintura propone un análisis político y mordaz en torno a la moralidad del artista y la separación entre vida y obra.
Por Manuel Quaranta

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Si no fuera porque es Gauguin, empezaría el texto con los primeros versos de una canción inolvidable: “Sola, sola y solitaria” (1), pero no, antes de lanzarme a Femme a la mer (1892) hace falta imponer un desvío que quizás –sólo quizás– nos conduzca al corazón de las tinieblas contemporáneo.

La National Gallery de Londres presentó en 2019 Gauguin portraits, una retrospectiva del “polémico” artista que engendró en el New York Times el artículo “¿Es tiempo de cancelar a Gauguin?” (“Is It Time Gauguin Got Canceled?”, de Farah Nayeri); el museo, atento a las perversiones del artista al que le abría las puertas decidió, al lado de las pinturas, colocar advertencias relativas a su prontuario: “Tuvo relaciones sexuales con chicas jóvenes, ‘casándose’ con dos de ellas con las que tuvo hijos. Gauguin, sin dudas, abusó de su posición de occidental privilegiado para aprovechar al máximo las libertades sexuales de las que disponía”.

Cancelar es el eufemismo para eludir la palabra censura. Como cualquier censura, la cancelación pretende borrar del mapa la obra de un artista justificándose en los crímenes (o supuestos crímenes) cometidos. Se da la particularidad de que muchas veces la cancelación opera retrospectivamente, esto supone el peligro de cancelar a alguien por actos que no configuraban un delito en el momento de su comisión.  

Alejo Schapire escribió en Clarín un artículo crítico donde se preguntaba si había que expulsar a Gauguin de los museos por pedófilo y xenófobo, como lo sugería Nayeri en la nota del New York Times. El dislate cancelatorio vibra en los argumentos; se lo acusaba, además de haber tenido relaciones sexuales con adolescentes, de llamar “salvajes” y “bárbaros” a los habitantes de la Polinesia en el siglo XIX. Avalemos imaginariamente la cancelación de Gauguin por el rango etario de sus compañeras de alcoba, pero ¿cancelarlo por racista? Va a terminar pasando como en un capítulo de Seinfeld, cuando el personaje principal se autocensura al pronunciar la palabra “reserva” referida a la reserva de un restaurante, temeroso de ofender a la mujer que le gusta, una joven norteamericana descendiente de indígenas (Native American). 

La ola de la corrección política (eufemismos, trigger warnings, reparos y temores múltiples) desciende con entusiasmo desde los Estados Unidos desde fines de los 80 y conquista casi todos los reductos culturales. De ese contexto enrarecido emergió Seinfeld, que destacaba con humor e ironía los absurdos en los que incurren las almas bellas.

Hacia el futuro, procuremos evitar la trampa de la indignación y tratemos de pensar los fenómenos a fondo. En el libro Lo que sobra Damián Tabarovsky dice: 

El progresismo se imagina como una fuerza reparadora. Como si fuera posible reparar la lengua rota […] Cuando la sociedad llega a la ruptura de la lengua, las consecuencias son ominosas; se vuelven, casi impensables. Pensar lo impensable, entonces, es la exigencia intelectual de la época. La ilusión de reparar lo irreparable conduce a la anulación del pensamiento crítico; ilusión siempre fracasada no por falta de vocación […] sino por la carencia teórica, por la indigencia intelectual que caracteriza al progresismo. 

 

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Inmersos en esta trama oscura no podemos soslayar La profanación del arte. De cómo la corrección política sabotea al arte. El libro de Roger Kimball es retrógrado y prefreudiano, producto de la crispación. Para Kimball, el marxismo y el psicoanálisis son brujería y Derrida el campeón de los farsantes, incluso más que Heidegger, otro personaje tentador a la hora de repartir tarjetas rojas. Tres líneas de Kimball sobre Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon, bastan para comprender el tenor de su ideología: “Es un documento muy de moda en los estantes de literatura prototerrorista, y como Jacques Lacan, cuyo freudismo radical ha sido un regalo del cielo para los oscurantistas de todas partes obsesionados con el sexo”. 

En el capítulo “Fetichizar a Gauguin”, donde estudia Espíritu de la muerte vigilante, pintura de Gauguin de su primera estadía en Tahití, el crítico destaca las innovaciones formales y temáticas del artista para luego subir al ring a la profesora Griselda Pollock, autora de Avant-garde gambits 1888 - 1893: gender and the colour of art history. El concepto de gambito revela las prácticas machistas y cómo las mismas confabularon para lograr posiciones favorables dentro de la historia del arte. (2) Sin embargo, la profesora Pollock sostiene opiniones un tanto extravagantes: “La presencia de Teha’hamana [novia de Gauguin] queda obliterada cuando su moreno cuerpo se convierte en un signo, no de una mujer oceánica individual, sino de un hombre europeo, en un signo del arte, que asimismo es una estructura fetichista que nos protege de las complejidades de lo que Marx llamaba relaciones reales”. 

 
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 Espíritu de la muerte vigilante,1892. 72,4 cm × 92,4 cm. Museo Albright-Knox, Buffalo.

 

Acto seguido, le toca el turno al historiador del arte Stephen Eisenman y a su Gauguin's Skirt. En el libro, según Kimball, Eisenman ataca por izquierda a Pollock, denuncia la negligencia de omitir el nombre de especialistas en poscolonialismo y festeja la sexualidad ambigua de Gauguin, que habría adoptado una “androginia salvaje”.  

En el summum del delirio, Kimball escribe: “La profesora Pollock prescindió del arte a favor de una diatriba feminista y el profesor Eiseman en beneficio de una perversa fantasía polimorfa. Ambos son ridículos. Si no fuera por la influencia que tienen, sus escritos serían risibles. De hecho, son totalmente repugnantes”. Ignoro si a Kimball le molesta más la perspectiva de género, la corrección política o los excesos deconstructivistas, me inclino por la tercera opción. Su libro es, a todas luces, una excusa para combatir la hermenéutica, el psicoanálisis y el marxismo, pero, a fin de cuentas, encierra una verdad: “A Gauguin el artista por ningún sitio lo vemos”. Traten de ver entonces Espíritu de la muerte vigilante. Olvídense un rato de Kimball, de Pollock y de Eisenman. En todo caso, observen la pintura en relación con la Olympia de Manet.

 

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Olympia, Edouard Manet, 1863-65. Óleo sobre tela, 130.5 × 190 cm. Museo d’Orsay, París.

 

Dos conclusiones. La primera edición del libro de Kimball data del 2004, el de Pollock de 1992 y el de Eisenman de 1997. Las fechas confirman que la jugada de la National Gallery llega, como mínimo, con quince años de retraso. El imperativo de no ofender al público con autores u obras problemáticas gana cada vez más terreno. Y consenso. Un consenso encubridor. ¿Cuál será el objetivo? ¿Proteger al espectador de qué ambigüedades? ¿Eliminar el pensamiento crítico, es decir, el conflicto? Vivimos en la cultura de la ofensa (3) y el eufemismo, empeñada en higienizar las relaciones sociales.

 

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Ahora sí: Paul Gauguin (1848-1903). ¿O no estábamos hablando de él? ¿O hablar de la moralidad de un autor no es hablar de su obra? ¿Resulta tan patente la separación obra y vida? Estamos asistiendo al reparto indiscriminado de sanciones a autores por la dudosa moralidad de sus personajes. Esto demuestra que los límites entre ficción y realidad son más bien lábiles, al menos para cierto público imbuido en un ciego espíritu denuncialista. (4)

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Mujer del mar, de Paul Gauguin (1892). 92,5 x 74 cm. Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires.

 

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Una línea gruesa contornea el cuerpo de la mujer frente al mar. La pincelada compacta construye formas infinitamente matizadas, sugeridas, íntimas. Firme y ambigua, la pincelada de Gauguin invoca un cuadro hipnótico, de un tiempo detenido, con una economía de recursos abrumadora. No hay lujos, no hay ojos, hay misterio en un cuadro que elude la profundidad. Con la figuración plana Gauguin se aleja de la fidelidad mimética y el impresionismo tradicional. La mujer frente al mar es una mujer del mar, en su faz genitiva, posesiva, perteneciente al mar, y esa pertenencia se verifica al apreciar su cuerpo incrustado entre la arena y el agua y su cabellera casi fundida con las olas. 

La parte alta de la pintura recuerda levemente las estampas japonesas de Hiroshige y Hokusai, y con mayor énfasis retoman otra obra de Gauguin, La Plage au Pouldu, en la que emplea una técnica similar, por la cual las olas se vuelven nubes marinas.

 

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Under the Wave off Kanagawa, Katsushika Hokusai (1831). Metropolitan Museum of Art, Nueva York.

 

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La Plage au Pouldu,1889. Óleo sobre tela, 73 x 92 cm. Colección privada.

 

Son relativamente escasas las pinturas de mujeres de espalda. En Femme a la mer vemos el dorso, la otra cara del cuadro, como si Gauguin estuviera  dispuesto a asumir la contradicción, la contracara, lo que nunca se ve, la cara oculta, tratando de poner de relieve lo invisible, lo que no vemos, lo borrado de la historia, lo visto, o entrevisto, tal vez, por la protagonista. 

El pintor danés Vilhelm Hammershøi (1864-1916) compuso varias pinturas con mujeres posando de espalda, la más célebre, Interior con mujer joven de espaldas, de 1903, no alcanza la dimensión desestructurante de las obras del artista francés, (la espalda de la mujer de Gauguin delimita un nuevo paisaje, extranjero, sublime), pero vale la pena.

 

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 Interior con mujer joven de espaldas, Vilhelm Hammershøi, 1903. 60,5 x 50,5 cm. Randers Kunstmuseum, Dinamarca.

 

El otro protagonista es sin duda el color amarillo, que emite un destello único. Podemos cerrar los ojos y el amarillo retornará, insistirá en nuestra memoria como el sol naciente baña la playa con sus rayos. 

La paleta amarilla de Gauguin altera el campo visual, son los efectos de un color que aparenta representar la arena y funciona como representación de sí. Es el color hablando del color, pensando en el color, bullendo, perfectamente consciente de su autoridad. Todo parece simple y al mismo tiempo la simpleza desborda la tela. Cuando un artista conoce a fondo la materia, ocurren estas paradojas.

La obra de Gauguin desafía los cánones europeos, ensalza lo primitivo, lo exótico, lo salvaje; es el deslumbramiento del burgués por la barbarie. Gauguin, lejos de la etnografía y el registro positivista, se hunde en el primitivismo para componer una belleza jamás contemplada. La belleza del otro, de la otra, la belleza de los otros. Quizás esta sea la causa del rechazo actual. Su pintura es francamente política, lejos de la denuncia, el panfleto y el grito desgarrador. Es política porque reinventa un lenguaje, desestabiliza modos de percibir, desfamiliariza lo familiar, mezcla tradiciones y transgrede sentidos: pinta lo otro como si fuera propio y lo propio como si fuese otro. ¿Será este el pecado capital? No nos olvidemos que las críticas morales al arte esconden con frecuencia un malestar eminentemente estético. Inmoral es la palabra más usada por la reacción conservadora.

Gauguin murió el 8 de mayo de 1903, tenía 54 años. 

 

 

(1) Canción del grupo Perro Fantasma, cuya cantante, Pauline Fondevila nacida en Le Havre, conserva un connotado acento francés. 

(2) Una rápida visita al Museo Nacional de Bellas Artes permitirá confirmar las teorías de Pollock. La mayor parte de los artistas expuestos son varones, a la vez, la mayoría de las representaciones son de mujeres. En la sala XIX, dedicada a la construcción del Estado Argentino, salvo la de María Obligado, todas las obras fueron realizadas por hombres, y en todas las obras se destaca la presencia femenina. El fenómeno lo analiza John Berger en el libro Modos de ver.  Para sumar un argumento que me incluya en el problema (precisamente, la clave de la cuestión reside en la tendencia a detectar la falla siempre en el otro), debo decir que en la serie de textos que estoy llevando a cabo, los siete autores estipulados para el 2023 son hombres. De las siete obras, cinco representan figuras femeninas, acompañadas o solas.

(3) Para una comprensión cabal del origen de estos temas remito al imprescindible La cultura de la queja (1992), del crítico de arte australiano Robert Hughes.

(4) Carla Peterson escribió un tuit señalando la misoginia, la homofobia y el racismo lacerante del candidato a diputado Franco Rinaldi. En respuesta, el periodista Mariano Obarrio, comentador habitual de twitter, criticó a Peterson por su papel en Blondi: en la película, la actriz abandona a su marido y a sus hijos y confiesa la terrible verdad: no los extraña.

 

 

 

 

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