Humor, ironía y sutileza son la marca de la obra de Antonio Seguí (1934-2022), artista nacido en Córdoba en 1934 y radicado en París en 1963. Pese a las décadas de expatriado, nunca lo fue realmente, porque sus viajes a su Villa Allende natal, a Buenos Aires y Punta del Este siempre lo hicieron sentir cercano. Su casa en Arcueil fue un tradicional punto de cobijo y encuentro para todo aquel que lo necesitara. Intelectuales, artistas y músicos latinoamericanos disfrutaron de su hospitalidad en aquel edificio de 1824, con mil metros cuadrados que el pintor de los hombrecitos apurados se empeñaba en mantener comme il faut, prolija, restaurada y con su colección de arte tribal desplegada por todas las habitaciones.
Por eso, el dolor por su su muerte en febrero de 2022 se sintió como un cimbronazo: el arte perdió un gran pintor y grabador, y los artistas, a un embajador generoso, un anfitrión legendario. La última vez que lo visité en París fue en pandemia, a través de Zoom. Charlamos de forma remota, mientras el artista tomaba fresco en su pequeño jardín. En París estaba comenzando la primavera, y a Antonio le sentaba bien. Se lo notaba contento, dorado de sol, ocupado en su pintura.
–¿Cómo la está llevando?
–Todavía no salí ni a la puerta, estoy encerradito pero tranquilo. En estos días ha habido un sol lindísimo -cuenta sentado a la sombra de uno de los árboles del patio de su château de Arcueil, donde vive hace más de sesenta años-. Leer en el jardín es un placer, tenemos luz hasta cerca de las 22:30, es fantástico. Los días se hacen largos y a mí me encanta. Aquí en París se supone que todo va un poquito mejor, pero veo que va a ser largo de todas formas. Igual mi cotidiano no ha cambiado mucho. Estoy, sí, leyendo un poquito más, pero sigo mi ritmo de trabajo como siempre. Al principio estaba un poco desconcentrado, pero ahora estoy trabajando muy bien. La pandemia la dejo lejos, no quiero que forme parte en ningún momento de mis obras. Estoy trabajando tranquilo, en una serie que seguramente muestre el año que viene. Son mis personajes de siempre, pero trato de hacer cosas distintas. Las series tienen un tiempo: pueden ser quince, veinte o treinta cuadros. Cuando siento que hay una fatiga de mi parte, o que empiezan a salir muy fácil, paro y empiezo otra cosa.
–¿Qué cosas traía entre manos cuando empezó este parate?
–Tengo unos cuadros que debía haber mostrado hace un mes, en el mismo momento en que se producía el encierro. Hay otra muestra que inauguró en el Museo de Bellas Artes de Perigord (aquí en Francia, el lugar donde se producen las mejores nueces) que fue prorrogada. No pudimos ir a la inauguración, pero esperamos estar para el cierre. En el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires había una muestra prevista, que tampoco llegué a inaugurar. La vamos a dejar para más tarde… ¡Así que puede suceder que sea póstuma!
–¿Cuál es su rutina de trabajo?
–Paso en el taller todas las horas que puedo, no tengo un ritmo exacto cotidiano, pero llego a la mañana y me quedo hasta el almuerzo. Después vuelvo y me quedo hasta las nueve o diez de la noche, depende de lo que esté haciendo. Me es difícil cortar si estoy embalado, pero no vivo solo y en consecuencia tenemos que hacer las cosas de modo que funcione para dos. Ahora estoy trabajando en unos dibujos que después voy a pintar.
–En su taller está todo lo que necesita.
–El taller está un poco desorganizado, pero es mi lugarcito en el mundo. Lo tengo desde 1963. Lo encontré producto del azar. Yo había estado trabajando seis o siete meses en el taller de Berni, que me lo había ofrecido en Buenos Aires al enterarse de que me venía a París. En el momento en que él volvía, yo tenía que dejar el espacio. Un pintor de origen israelita, Jacques Grinberg, me comentó que había estado caminando por aquí, por Arcueil, y que había visto un letrero en un galpón que se alquilaba. Yo sabía que aquí había vivido Erick Satie, un músico que adoro. Entonces me dije: ¿por qué no estar cerca de donde estaba Satie? La casa era una especie de conventillo, y el lugar del taller un depósito de vajilla sin agua, ni baño ni calefacción. Pero era un lugarcito lindo para trabajar. Acá me fui quedando. Mi casa era siempre centro de reunión. Yo antes era más abierto, pero en el último tiempo me he encerrado un poco para poder trabajar tranquilo. Igual recibimos muchos amigos. Siempre hay un buen pretexto para organizar un asadito.
Esta entrevista ocurrió en mayo de 2020, e integrará el libro Artistas de Entrecasa, de próxima aparición. El video de la misma se puede ver acá: https://youtu.be/dA-8gIZsDxU