Guillermo Roux (1929-2021) vivió noventa y dos años dedicados a la pintura, de principio a fin. Murió en noviembre pasado, por una enfermedad repentina que se lo llevó sin sufrir, tras unos pocos días internado, en los que también dibujó. Fue el acuarelista más grande del arte argentino, un maestro que alcanzó el máximo preciosismo técnico a la vez que un vanguardista en eso de abrir su propia huella. Su obra tuvo éxito comercial a lo largo de toda su vida, no importa qué estilo o técnica abordara, pero no se dejó guiar por su demanda. Ajeno a modas y tendencias, siguió en el arte su búsqueda imperiosa, genuina y profunda. "Igual que cuando tenía siete años, lo único que puedo hacer es lo que hago", me dijo una vez. Su vida de artista es ejemplar en todas estas cosas, pero más lo es el ahínco con el que defendió su propia y personalísima expresión, sin prestarle jamás atención a otra cosa. Lo que sigue son extractos del libro Guillermo Roux en sus propias palabras (Ariel, 2018), en los que habla de esta pasión que marcó sus días. En los cuatro años de conversaciones en los que me contó su vida, hay pasajes memorables de su amor al arte, y especialmente, al oficio de pintar.
Los dibujantes
“Los que querían ser pintores entraban a la academia o buscaban un maestro. Iban hacia eso que se llamaba arte. En mi caso, yo empecé a entrar en el camino ganándome la vida. No fui a la academia, sino que lo primero que hice fue trabajar, directamente, como ayudante de dibujante. Las primeras cosas que hice fueron al lado de mi padre. La gente que venía a mi casa a visitarlo eran los dibujantes más importantes de la época. Extraordinarios historietistas e ilustradores. Ese era un mundo muy particular. Mis primeras acuarelas eran sobre las películas de dibujos animados que yo veía. No tuve modelos artísticos. Hacía lo que les gustaba a los chicos: Blancanieves, Pinocho, las películas de Walt Disney. Yo trataba de imitarlos en acuarelas. Me gustaba más pintar el moño violeta que lleva Pinocho o su sombrero con plumita”.
El arte verdadero
“La sobreactuación también sucede en la pintura. Cuando entrás a una exposición, salta a la vista si está hecha para gustar a cierto sector de la crítica o el mercado. No me interesa el que quiere gustar, el que quiere ser... Me interesa el verdadero. Que lo sienta. El día en que escribamos una historia del arte desde ese punto de vista, vamos a empezar a encontrarnos. Es difícil individualmente, imaginate como sociedad. Tu verdad no está afuera, sino adentro (...). Si alguien no es verdadero, no me interesa en absoluto. Pierdo el tiempo. Vas a un cóctel: enseguida te das cuenta de quién está actuando. Cómo se mueve, con quién habla, cómo trata al mozo, si da las gracias, dónde se ubica. Lo que te sirve es lo auténtico. Lo que se salva es lo verdadero. No hace falta nada. Una hoja de papel. Todo es válido, pero tiene que ser verdad. Lo que me interesa para enriquecerme es la forma como vos ves el mundo porque si es una verdad mi mundo se agranda porque me enseña a ver el mundo de otra manera. Si me das una imitación, no me das una verdad ni me enriquece. Lo que hace bien es cuando me transmiten sentimientos profundos. El arte, finalmente, nos hace mejores cuando nos comunica y amplía el mundo”.
Estilos
“Estudié mucho en Jujuy y lo practiqué de manera natural. La geometría siempre me atrajo, sin renunciar al contacto con el natural. Ese es un equívoco que se repite siempre en el análisis de mi trabajo: lo que aparentemente es naturalista tiene detrás una estructura abstracta geométrica muy fuerte. Lo que se ve es la envoltura, la última piel, el perfume. Ese fue uno de mis problemas: yo tenía que satisfacer a muchas capas de subjetividades. Estaban la parte racional, los recuerdos, el gusto, el sonido, la textura, las pinturas que había visto, mis distintas inclinaciones, las sensaciones infantiles. Toda esa mezcla necesitaba ponerla en la pintura, y precisaba encontrar un medio, una manera, que las uniera. En Jujuy hice muchas experiencias, fue una etapa experimental, de búsqueda de síntesis. Pasé por un momento en que el cubismo era manifiesto. Otro momento fue impresionista. Después, informalista. Pasé por un realismo crudo. Me paseé por diferentes momentos del arte contemporáneo de esa época”.
Pinceladas
“Recuerdo los arroyos en Merlo, San Luis, y los saltos de agua en los remansos de los cursos de agua de las sierras, y las piedritas de colores en el fondo de los charcos cristalinos. Me emocionaban. Entre ellas y la superficie, estaba el agua poniendo distancia. Yo veía cómo era de maravilloso lo que estaba en el fondo, mucho más lindo que lo que había en la superficie. Era chico, y esos eran mis entretenimientos en aquellos meses de verano. Mirando las corrientes que bajaban, descubriendo el musgo y los colores diferentes debajo del agua quedaba encandilado. La lluvia me impresionaba mucho. Llenaba el arroyo y ya no se veía el fondo. Un día me puse a pintar la corriente de agua marrón que ocultaba el fondo, que bajaba furiosa haciendo remolinos. Porque el fondo tenía que ser mirado, no representado: no se podía poner en palabras. Era algo íntimo que me emocionaba, pero no se lo podía decir a nadie. Un día agarré varias tablitas, le saqué la caja de pinturas a mi padre y pinté el remolino barroso. Pinceladas abstractas. Mi padre no lo entendió. “¿Qué es esto?”, me preguntó. “El agua que corre”, le dije. “Acá no se ve que corra... y ¿respecto de qué corre?”, dijo. “De nada”, dije. Tendría once años. Yo seguí pintando la corriente hasta que se me acabaron los tubos de óleo de tierra siena. Me defendió una maestra aquel verano en Merlo. Ella iba al pueblo en sulky y me llevó. En el trayecto, le conté que a mi padre no le gustaba lo que yo pintaba. Ella me dijo: “Vos naciste para hacer eso, y eso es lo que tenés que hacer”. Durante mucho tiempo después, fueron sus palabras, esas pocas, las que me salvaron de muchos percances que fui teniendo en el hacer, hasta la adolescencia. Miraba los arroyos y pensaba en cómo representar lo que sentía”.
Los maestros
“Estudié a casi todos los grandes maestros, de los cuales ahora ni se habla. Me preocupé por entender qué es la manera veneciana de pintar o la innovación que hubo en Venecia respecto de los países flamencos. Qué le pasó a Rubbens cuando se encontró con Tiziano y cómo modificó su técnica. Cómo evolucionó a partir de la observación de Van Eyck y los pintores holandeses. Cuál es la conclusión que sacó de todo eso Rembrandt, o cómo era la forma de pintar de Caravaggio y de dónde le venía. Esas cosas he amado, me interesaron mucho, y las he estudiado: investigué en bibliotecas, me hice amigo de los restauradores en los museos, he hablado de eso con gente que sabe mucho. Y he pintado a la maniera de, dentro de lo que he podido. Y algo de eso se me fue pegando. Ya hablé de mi formación en gráfica, historieta e ilustración. Investigué a los grandes ilustradores de Londres de los años cuarenta y a los dibujantes de la Primera Guerra Mundial. Cuando llegué a norteamérica, me dediqué a estudiar la historia local de esa disciplina. Y antes, cuando me tocó hacer mosaico, me zambullí en eso, lo mismo que en la escultura y en el fresco. Todo lo que hice después fue citar. Mi pintura es una mezcla de todo eso. Y en esa mezcla nunca he dejado de ser actual: uno vive hoy”.
El mercado
“Se empezaron a vender las obras y me sentí perturbado. No sabía cómo manejarlo, y afortunadamente estaba Franca para hacerlo. Natalio Povarché, el galerista, las había visto y las quiso. Salió una nota crítica y atroz que decía: “Volvió el rosa bombón”. Ese rosa bombón quería significar que volvía el buen gusto como un mal, y el autor me describía en la nota como muy astuto, como un calculador que sabía mezclar cosas sensibles al buen gusto: sedas, encajes, pieles de mujer. Como si yo hubiera hecho collages destinados a provocar placeres y ventas. Me clasificaba como alguien que ensambla con mucha habilidad cosas comunes. Nunca la crítica me preocupó mucho, pero esa percepción de lo que yo sentía me dolió. Porque no me estaban hablando de arte, sino de lo que yo realmente sentía y vivía todos los días. A veces siento que he vivido en un sueño atemporal. Hacía falta un centro, un eje, que lo permitiera, y ese fue el papel de Franca. Recuerdo que, después de la serie de collages, comencé otra de grandes acuarelas que no las querían en las galerías de Buenos Aires. Visitaba las más marginales, y tampoco las querían. Eran completamente ajenas al sentir artístico de ese momento. Creo que aún hoy siguen sin tener un lugar. Y yo tengo una teoría: en muchos aspectos, lo mío es una expresión de una cierta clase media de Buenos Aires y sus pequeñas cosas. Yo no protesté contra eso. No admiré la riqueza ni sentí la pobreza como tema de la pintura. No pude adherir ideológicamente ni a unos ni a otros porque mi sentir pasaba por el tapizado del sillón de mi abuelo, el piso encerado, los geranios del jardín. Eran mucho más importantes para mí que todo lo que pudiera ocurrir. Eso provocó una especie de abstracción de la vida. En la historia del arte argentino, quizá no había una pintura que mostrara los fetiches de la clase media, con esos sentimientos un poco nostálgicos, de un humor muy porteño, muy de barrio. Después las aquellas acuarelas fueron a la Bienal de San Pablo. Franca las enroscó y se las llevó. Yo no las quería mandar, pero gané el primer premio, para sorpresa mía. Eso fue años después”.
Oficio
“Cuando hablo de pintura, por lo general evito la palabra “arte”. Yo siempre me definí como un trabajador; ahora digo que soy de tablero. Es que siempre, desde chico, me gané la vida con el dibujo y luego con la pintura. Lo vi en la casa de mis padres. Vi siempre trabajar así, sin vueltas. Y desde el principio, para trabajar y ganarse la vida, había que tener oficio. Como un carpintero, por ejemplo. De hecho, admiro al que tiene un oficio y se esfuerza en hacerlo bien. Lo considero una forma de ética. Yo soy, repito, un trabajador (...). Así que nada me gusta más que aquello de Ingres: “Ni un día sin una línea”, como cualquiera que ama su oficio”.