Sergio Moyano: "No volví a trabajar con galerías"

Formó parte de la vanguardia cinética argentina de los sesenta. Se instaló en Estados Unidos el resto de su vida y con 91 años acaba de inaugurar su primera retrospectiva en Buenos Aires. 
Por Manuel Palacios

 

Sergio Moyano nació en Córdoba en 1934. Siendo un niño se instaló con su familia en la Ciudad de Buenos Aires, donde realizó su formación en bellas artes. Fue compañero de Julio Le Parc, con quién incursionó en el arte cinético en París a comienzos de los años 60. Casi un desconocido en la Argentina, su derrotero lo ha llevado de Europa a los Estados Unidos, país donde reside desde hace 50 años. Ha incursionado en el dibujo, el grabado y la pintura abstracta de grandes dimensiones. De visita en la ciudad para su primera retrospectiva individual Esa forma inagotable, que se inauguró en el Museo Benito Quiquela Martín con la curaduría de Saeed Pezeshki, conversó sobre su extensa trayectoria y algunas de sus aventuras.

 

—Cuénteme de sus comienzos. ¿Dónde fue su formación? 

—Vivíamos en La Boca y éramos seis hermanos. Un hermano mayor estaba estudiando dibujo por correspondencia con una academia de Estados Unidos. Algo bastante común en esa época. Los cursos por correo. Él vio en mí aptitudes para el dibujo y entonces me anotó en la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano. Terminé mis estudios y de ahí pasé a la Prilidiano Pueyrredón, donde hacías cuatro años y te recibías de dibujante profesional. Después podías seguir estudiando en “La Cárcova”, cosa que hice, para perfeccionarme en la pintura. Ahí también tenías taller de grabado, de escultura… Todo esto fue durante la década de 1950. 

 

—¿Cómo y cuándo llegó a instalarse en París? 

—En el año 1959 me fui a Europa. Tenía 24 años. Salí del antiguo Puerto Madero hacia Montevideo, de ahí a Río de Janeiro donde me embarqué en un viaje de 12 días hasta Vigo (España) y desde ahí en tren hasta París. Siempre con la intención de seguir estudiando arte. En la Prilidiano Pueyrredón habíamos formado un grupo de amigos con Julio Le Parc, (Horacio) García Rosi, y el español Francisco Sobrino. Todos nos volvimos a juntar en París y formamos el GRAV (Groupe de Recherche d’Art Visuel). Nuestra intención era trabajar el arte cinético con el húngaro Víctor Vasarely pero a él no le gustó mucho mi trabajo (risas). Entonces yo tuve la oportunidad de viajar e instalarme un año a estudiar en la Academia de Bellas Artes de Munich (Alemania occidental). El grupo se separó y a Julio Le Parc no lo volví a ver. Años después ganó la Bienal de Venecia y fue su consagración. Yo seguí viajando periódicamente a París hasta que me fui a Norteamérica. 

 

—¿En ese momento se muda a Nueva York? 

—No, desde Europa llegué a Nueva York en barco pero enseguida me trasladé a Minneapolis, en el estado de Minnesota. Llegué invitado por un músico español, un guitarrista de flamenco del que me había hecho amigo. Lo primero que me impresionó fue el frío que hacía, con más de un metro de nieve. ¿A dónde vine a parar? Pensaba. Estuve algunos meses hasta que me fui a México, siguiendo a una novia que tenía. Mientras tanto yo seguía trabajando en mi arte, que estaba orientado hacia lo que llamábamos constructivismo. Me instalé en la Ciudad de México en 1968, que fue el año de los Juegos Olímpicos y de todo el movimiento estudiantil que había. En 1969 tuve una exposición importante en el Palacio de Bellas Artes. Con tanta suerte que el día de la inauguración fue el mismo en el que Neil Armstrong puso un pie en la Luna. Así que toda la prensa cubrió la llegada del hombre a la Luna y la muestra pasó casi desapercibida (risas). México fue un punto de quiebre porque después dejé el arte cinético, óptico y constructivista que venía haciendo para dedicarme de lleno a la pintura abstracta. Porque en el año 1970 volví a Estados Unidos, me mudé a California, y ahí fui dejando atrás el arte óptico y empecé a profundizar en la abstracción. 

 

—¿Es cierto que en Los Ángeles trabajó para los estudios de animación Hanna-Barbera? 

—Sí. Me ofrecieron trabajo en los estudios porque, según decían, yo tenía una buena línea, fina, para los films de animación. Cartoon animation, una cosa completamente nueva para mi. No era un creador sino un trabajador que hacía fondos, paisajes. Para el Oso Yogui trabajé mucho. Pintaba árboles, bodegones, todo lo que fuera la escenografía dentro de la imagen. Ese trabajo duró como dos años. 

 

—¿Cuándo comienza a colaborar con Ron Adams? 

—A Ron Adams lo conocí en México. Estando en California él me invita a mudarme con su familia a Santa Fe, Nuevo México. Me dijo “tu te vienes a vivir con nosotros y puedes trabajar en el taller de grabado”. Claro, yo sabía por mis estudios cómo trabajar el grabado. Así empezó mi vida en Santa Fe. Mi amigo Ron Adams tenía un taller donde trabajaba con artistas indígenas. Enseñándoles la técnica de litografía, que consiste en trabajar sobre piedra o metal. Una técnica diferente al grabado. Aguafuerte, donde se trabaja con ácidos… Hand Graphics se llamaba el taller y por ahí también pasaron muchos artistas afroamericanos, algunos de los cuales llegaron a hacerse famosos. 

 

—¿En paralelo a este trabajo gráfico siguió desarrollando su pintura abstracta? 

—Claro, yo seguía pintando al óleo y con acrílicos. Y si bien Santa Fe tenía una escena artística muy viva y me iba muy bien, mi sueño era conquistar Nueva York. Como Willem de Kooning y Mark Rothko, a quienes yo admiraba. Entonces a principios de la década del 80 me instalé en el Soho. En esa época era el lugar de los artistas y donde estaban las galerías más interesantes. La pintura moderna. La Pace Gallery, una de las galerías más importantes de Nueva York, empezó a vender mi trabajo. Les llevé un montón de prints, hicieron una muestra y se vendió mucho. Fue una época lindísima pero al mismo tiempo yo estaba perdido en Nueva York. Mucha bohemia, muchas borracheras. Así que junté el dinero de lo que había vendido en la Pace y me volví a Santa Fe. Ahora hace 30 años que no tomo. Desde que dejé de beber no volví a trabajar con galerías. Porque sobrio me di cuenta del porcentaje que se quedaban de la venta de mis cuadros (risas). 

 

—¿Mantuvo contacto, a la largo de los años, con la escena artística argentina? 

—No. Porque nunca volví a Buenos Aires salvo una pequeña visita que hice a mediados de los años 80 pero para ver a algunos familiares. Fue la primera vez que volví en 25 años. Por eso estoy muy feliz con esta muestra y con la posibilidad de volver a La Boca, el barrio de mi infancia. Hace 10 años que dejé de hacer los óleos de gran tamaño que hacía. Pinté toda mi vida en el suelo. Entonces tenía problemas en la cintura y el cuello. Pero sí continúo con los monoprints. Así que espero que esta no sea mi última muestra en Buenos Aires. 

 

 

 

 

 

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