Fundación Vasarely (Francia): la ciudad polícroma del futuro

A tan solo 30 minutos de Marsella, el museo fundado por Victor Vasarely es un manifiesto vivo del arte óptico que sorprende por su arquitectura con enfoque cinético. 
Por Ignacio Marchini Viernes, 27 de Junio 2025

 

Desde las alturas de Jas‑de‑Bouffan, en las colinas de Aix‑en‑Provence, frente al perfil sereno de la Sainte‑Victoire, se alza un edificio que no cesa de dialogar con la mirada: la Fundación Vasarely. Un centenar de metros alargados, hexágonos entrelazados, muros negros y plateados que recogen la luz para convertirla en materia plástica y óptica.

Todo comenzó con el sueño de un solo hombre: Victor Vasarely, padre del op art, programador único de su centro arquitectónico. En 1966, tras madurar la idea de un museo del “arte para todos”, Vasarely buscó un sitio que combinase amplitud, libertad y herencia cultural. Pensó en Avignon y Marsella, pero eligió Aix, por su mezcla de historia y la independencia del sitio. Entre pioneros y pragmáticos, nació esta fundación que “no depende de…” sino que es génesis de una ciudad polícroma del futuro.

El edificio de la fundación se compone de dieciséis módulos hexagonales, unidos en un rectángulo de casi 90 por 45 metros, con celdas de exposiciones de catorce metros de ancho y once de altura. Este ensamblaje no responde solo al cálculo, sino al tacto visual: lo hexagonal resuena con los patrones repetitivos del op art, amplificando perspectivas, ritmos y distorsiones ópticas.

La fachada (capturada en aluminio anodizado) alterna discos negros sobre fondo plateado y viceversa, cada uno de cerca de setenta metros cuadrados, generando un efecto cinético incluso desde la distancia. El edificio juega con la participación activa del espectador: sus pinturas externas son ya obras inmensas que mueven la mirada antes de entrar.

Adentro, cada una de las siete celdas expositivas aloja una o varias de las 42 obras monumentales, integradas en muros o girando como mecanismos visuales. Vasarely concibió la arquitectura desde el interior hacia afuera: la luz cenital, proveniente de claraboyas o tragaluces, atraviesa la estructura y se mezcla con superficies metálicas, acrílicas, vidrios serigrafiados y mosaicos esmaltados. Como un laboratorio sónico‑cromático, cada hueco se convierte en un espacio envolvente, donde el ojo percibe volúmenes inestables, ondas que se pliegan y figuras que vibran.

Al ingresar, se pisa la escultura. El pie se posa sobre alfombras, mármoles alpinos o parqué diseñados con cinta métrica visual. Y allí, sostenido por una estructura hexagonal que parece madera y plástico en amalgama, uno deja de mirar para entrar: se convierte en partícipe. Cada contorno se curva, cada círculo se infla, la arquitectura se activa como partitura.

La escalera de caracol hexagonal —doble hélice con barandas de metal y vidrio— remite a los palacios renacentistas de Blois y Chambord, pero aquí ocupa una función simbólica: conectar espacios, épocas y sentidos, y darle a la travesía el aire de un rito de ascenso.

Vasarely no dibujó solo muros, diseñó el edificio para que el arte impacte cuerpos y psique. Proveniente de la Műhely de Budapest, a menudo denominada la "pequeña Bauhaus húngara", Vasarely quería que el arte se incorporase al entorno urbano, mitigara la monotonía arquitectónica de su tiempo, e intervenga positivamente sobre la emoción y salud de la gente.

La Fundación, con más de cinco mil metros cuadrados dedicados a la experimentación visual, no es un templo estático. Desde 1976 alberga exposiciones temporales, cuenta con una biblioteca, y ofrece conferencias y talleres. En 2013 fue declarada Monumento Histórico y en 2020 obtuvo la categoría de “Museo de Francia”. Vasarely legó el edificio, la obra y la idea: democratizar el arte, integrarlo en la ciudad, transformarlo en paisaje viviente. Su “Ciudad Polícroma de la Felicidad” no quedó en un manifiesto, sino que se hizo tangible en ladrillo, aluminio y pigmento.

La Fundación Vasarely no es solo un edificio, es una experiencia. Desde su gestación en la mente de su creador hasta su materialización, se pensó para conmover el ojo y activar la inteligencia. En cada panel, cada escalón, cada hueco de luz háptica, se percibe una invitación a redescubrir el entorno, la ciudad, y hasta uno mismo. Ese fue el propósito de Vasarely, ofrecer “algo que mirar”. Y aceptar, desde la primera piedra de 1973, el riesgo utópico de transformar la arquitectura en lienzo colectivo.

 

 

 

 

 

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