"Me encanta la forma en que el capitalismo encuentra un lugar, incluso para sus enemigos." Banksy.
Mucho se ha dicho y escrito sobre la misteriosa identidad de uno de los nombres más reconocidos del Street Art a nivel global. Sus obras e instalaciones dialogan con los entornos en los que se producen. Es capaz de ejecutar piezas cargadas de sarcasmo, crítica social y cuestionamiento político, con el enfoque puesto en esparcir mensajes anticapitalistas y antibélicos, que aporten alguna reflexión a quien se cruza con sus propuestas disruptivas. La lógica de lo urbano, lo efímero y lo ilegal, supo ingresar en el Mercado de Arte Contemporáneo, e incluso en el ámbito institucional, de la mano de algunas exposiciones en grandes museos del mundo. Sin perder el anonimato, ni el carácter irreverente de su discurso, mediante la conformación de una empresa que controla la autenticidad de sus obras (Pest Control) y las asociaciones colectivas con otros artistas (ej.Pictures on walls), logró mantener su imagen preservada hasta la actualidad. Se presume que su carrera inicia en los noventa, en Bristol, Reino Unido. Es un ícono antisistema que vende obra por millones de dólares en el mercado. Una figura que se vale de la contradicción, a la que los contrapuestos no le representan un inconveniente.
En 2015, inauguró Dismaland, una instalación temporal ubicada en el balneario Weston-super-Mare, a cuarenta kilómetros al sur de Bristol. Una paródica versión de Disneyland, creada en colaboración con otros artistas. Un parque temático que oficiaba de exhibición secreta y ofrecía obras inéditas de artistas como Damien Hirst, Jenny Holzer, Jimmy Cauty, Bill Barminski, Caitlin Cherry, Polly Morgan, Josh Keyes, Mike Ross, David Shrigley, Bäst y Espo. Permaneció abierto por al menos un mes, y tanto el dinero recaudado mediante la venta de entradas online, como los materiales utilizados para los juegos, y las estructuras que podían ser reutilizadas, fueron donados a fines benéficos.
“Dismal” podría traducirse en español como “triste”, o “deprimente”, ideas que a priori chocan con la idea de diversión que proponen los parques temáticos. La invitación a vivir una experiencia familiar, única e irrepetible, en la que el desconcierto era el objetivo principal, se fusionó con el compromiso de afrontar que de alguna manera “el fin justifica los medios''. Banksy se refirió al proyecto como un festival de arte, diversión y anarquismo. Esta pieza audiovisual de promoción, que formó parte del lanzamiento de la venta de tickets, presenta una referencia directa a las campañas institucionales de Disneyworld. Mediante recursos visuales, se le vende a un posible visitante, una experiencia superadora incluso a la sumatoria de sus partes, se presenta un destino vacacional, un modo de expresión y una estética compuesta por mensajes reconocidos por varias generaciones, que incitan al disfrute cueste lo que cueste.
Al ingresar, un riguroso control de agentes de seguridad ficticios, que proclamaban seguridad, al grito de ¡Prohibido sonreír!, servían de recibimiento a los visitantes. Entre las principales atracciones, se distinguía una galería que hacía referencia a las ferias internacionales de arte, en la que se disponían las obras de Hirst y Jenny Holzer, entre otros. Siempre visible, el gran castillo de Cenicienta, albergó una de las experiencias más memorables de la visita, no sugerida para niños: se le ofrecía al visitante “sentirse como una princesa de verdad”. Al ingresar al castillo, había una instalación firmada por el propio Banksy, que simulaba el accidente de Lady Di, en la cual la princesa aparecía personificada como la propia Cenicienta muerta en su carroza, rodeada de fotógrafos que no cesan con los flashes.
Las obras de Banksy dependen de la mirada crítica de los espectadores, quienes luego de enfrentarse con sus producciones, cuestionan el funcionamiento del mundo que conocen, con algo más que un tinte de tristeza y resignación. Su trabajo invita a tomar consciencia, y nos hace reconocernos dentro de una cadena de significantes en la que el ejercicio de poder es moneda corriente. El reconocimiento del impacto de nuestros actos dentro de esa cadena de sentido, parece ser lo más útil que nos dejan estas experiencias de impacto. Incluso con la duda y la repregunta en mente, cumplimos uno de los deseos más fervientes del artista: reflexionar sobre lo establecido.