El trabajo artístico con flores está muy arraigado en la cultura japonesa. Su forma más conocida, el Ikebana (“flor viviente”), puede ser rastreado hasta mil quinientos años atrás, cuando la introducción del budismo en Japón resignificó la importancia de las flores, ya que formaban parte de las ofrendas en los altares del Buda. No fue, sin embargo, hasta el siglo XV que este tipo de arreglo floral adquirió sus reglas formales, plasmadas en el libro más antiguo que hay sobre esta especie de arte, el “Kaoirai no Kadensho", de 1499. A partir de ahí se fueron originando varias escuelas de Ikebana, más o menos apegadas a sus preceptos fundacionales, que compiten desde ese entonces en concursos y festivales de flores.
Se caracteriza por un estilo minimalista, despojado de casi cualquier elemento que no provenga de la naturaleza. Muy distinto es el caso de los jardines botánicos, esas enormes extensiones de flores variadas y policromáticas que expresan la eternidad de la naturaleza y sus vínculos con el alma del ser humano.
Uno de los ejemplos más bellos de este tipo de lugar es el jardín botánico de Nabana no Sato, reconocido internacionalmente no solo por sus arreglos florales, sino por sus deslumbrantes espectáculos nocturnos que combinan la naturaleza con un despliegue lumínico como pocos en el mundo. Ubicado cerca de la ciudad de Nagoya, en la costa del Pacífico, la mejor opción es visitar el jardín durante el invierno (de octubre a mayo), cuando la luz escasea y la noche se hace más larga. Durante el resto del año, a partir de las temporadas más cálidas, la fiesta de las flores de la primavera da la bienvenida a los millones de ejemplares que cubren los más de doscientos mil metros cuadrados que abarca el jardín.
Ciruelos, tulipanes, rosas, hortensias, begonias, lirios, azaleas y cerezos (ésta última, de un suave tono rosado, es la flor más característica de la cultura japonesa) copan los terrenos del jardín, ordenadas en diseños coloridos y variados. Así, círculos concéntricos en azul, amarillo y blanco se codean con paralelogramos simétricos hechos de flores blancas y tallos verdes, entre los que se intercalan franjas de rosas de un color rojo intenso. Los árboles de cerezos, con su tono entre blancuzco y rosado apagado, circundan los campos de flores y bordean las orillas de un lago que se enciende en naranja, cuando las luces artificiales les dan de lleno durante la noche.
Los espectáculos de luces son comunes en todo el país nipón, pero ninguno como los de Nabana no Sato. Ocho millones de pequeñas lámparas LED, distribuidas en distintas áreas, se encargan de encandilar a los visitantes del jardín cuando cae el sol. Así, es posible encontrar un río completamente iluminado, así como una escultura lumínica monumental multicolor, que ocupa el área central y que varía cada año. Mediante estas diminutas lámparas, programadas cada una de ellas de manera específica para simular movimiento, desde el Monte Fuji hasta Heidi han sido representados, en exhibiciones que abarcan más de veintiséis mil metros cuadrados y que se realizan desde las primeras temporadas del parque, inaugurado en 2007.
Sin dudas que la atracción más conocida del parque es el túnel de luz (hikari no tonneru), un corredor de doscientos metros de largo cubierto por millones de lamparitas pequeñas en forma de estrella que cubren la totalidad de la vista con un amarillo intenso. La imagen se asemeja a la de un viaje interespacial donde el tiempo se detiene, sobre todo porque no es posible avizorar el final del túnel una vez que se entra. Otra galería cerrada, de la mitad de largo, se encuentra cubierta también de luces que cambian de color de año a año.
Es posible tener una vista plena de todo el parque desde el observatorio Isla Fuji. Ubicado en el centro del complejo, se trata de una plataforma de observación a 45 metros de altura que permite una vista panorámica de toda la iluminación de los jardines y de las millones de flores que cubren el Nabana no Sato. Una oportunidad única para contemplar, en silencio, la relación armoniosa entre el cielo, la humanidad y la Tierra, uno de los preceptos espirituales del Ikebana.