Edward Hopper: una ventana a la desolación

El realismo del norteamericano logra dotar de emociones humanas escenas marcadas por la melancolía. Su obra Noctámbulos condensa de manera única el inconsciente solitario de una gran ciudad.
Por Juan Gabriel Batalla

 

Con pocas excepciones, en las obras de Edward Hopper las ventanas están presentes: son el lienzo dentro del lienzo para revelar una escena interior, el rectángulo que propicia que ingrese ese vórtice de luz tan característico de su pincel o, sencillamente, ventanas, allí en un edificio estoico, con o sin cortinado, como invitación a imaginar un más allá. Mirar el mundo a través de los ojos de Hopper (Nueva York, 1882 - 1967) es un ejercicio de voyeurismo constante, un transitar el mundo reconociendo a un otro que, en muchos casos, parece habitar su propio mundo interior, marcado por la melancolía. Fue un artista que puso a las personas otra vez en el centro, cuando desde las tendencias del arte se desdeñaba la figura a partir del surgimiento de las vanguardias. El arte era, entonces, experimentación, abstracción, una búsqueda constante por deformar lo que entendíamos por realidad, ya que para eso se había creado la fotografía.

 

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Eleven AM, 1926. Óleo sobre tela, 71,3 x 91,6 cm. Museo Hirshhorn, Washington D.C.

 

Pero ese realismo de Hopper no fue solo mera reproducción. Al igual que con la fotografía, están aquellas que con el tiempo se convirtieron en un objeto documental, un calco de un tiempo y espacio, mientras que otras lograron desprender el espíritu de una época porque, a fin de cuentas, logran alcanzar la esencia de lo captado. En ese sentido, el realismo de Hopper no es sólo su propia refracción de un tiempo, sino que además, en ese acto, logró dotar de emociones humanas aún a las situaciones más estoicas y desoladoras. 
Quizá ese ascetismo de sus pinturas de interiores, limpios, ordenados, tan pro feng shui, por eso de la ocupación consciente y armónica del espacio, pero a la vez tan anti, ya que las imágenes que representó no develan, justamente, una influencia positiva sobre las personas que lo ocupan, tal vez ese posicionamiento haya sido un reflejo de su propia interioridad. Hopper fue un artista retraído, que se alejaba de las luces y la loa ajena, y en sus encuentros con los medios de comunicación solía responder de manera casi minimalista. Su humanidad era, en muchos sentidos, aquella mujer que leía encorvada sentada en la cama como en Habitación de hotel (1931) o la que abatida observaba expectante hacia el horizonte como en el famoso Sol de la mañana (1952) o Mujer frente al sol (1961).

 

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Sol de la mañana, 1952. Óleo sobre tela, 71,4 x 101,9 cm. Columbus Museum of Art, Ohio.


De familia de clase media, ingresó con dieciocho años a la Escuela de Arte de Nueva York, donde compartió salones con otros destacados artistas de mediados del siglo XX, como Guy Pène du Bois, Rockwell Kent, Eugene Speicher y George Bellows.
Anduvo por París -tres veces entre 1906 y 1910- lo que era casi un mandato para un aspirante de pintor, y de todo lo que vio, que fue mucho, se quedó con el impresionismo, pero no en el golpeteo de la pincelada ni la materialidad que de ésta surgía, sino como una suerte de astrónomo del pincel observó que el uso de la luz, la posición del sol, según fuera cayendo, podía generar atmósferas disímiles.
No se centró en un solo objeto, no realizó una serie fetiche, no tuvo su “Catedral de Rouen”, más bien mostró los contrastes a lo largo de su ciudad, su gran ciudad, en las fachadas de los pequeños y grandes edificios de la Nueva York en la que vivió junto a su esposa, la también pintora Josephine Nivison, modelo de varias piezas, en una casa-estudio en el Greenwich Village, pero sobre todo centró su mirada en las ventanas, en las historias de soledad de una metrópolis ya entonces alienante. 
Pintó además terrazas, puentes, cines, teatros, almacenes, tiendas, bares, cafés y oficinas, pero alejado del costumbrismo no puso el foco en el ‘American Way’ o, más bien, comenzó a mostrar el otro lado, el de una sociedad que comenzaba a desmoronarse, lejos de las escenas edificantes que construía su contemporáneo Norman Rockwell. Para Hopper la construcción del no-lugar, concepto del antropólogo francés Marc Augé que refiere a espacios de tránsito, fue tan importante como los interiores. Entre las muchas ‘road paintings’, piezas realizadas a la vera de alguna ruta, como Domingo temprano por la mañana (1930) o Gas (1940), puede observarse esta descomposición del vacío, una existencia que existe pero no sucede, como espacios fantasmales que parecen ser devorados por la luz. 

 

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Gas, 1940. Óleo sobre tela, 66.7 x 102.2 cm. MoMA, Nueva York. 

 

 

Aproximación a la obra: Noctámbulos (1942)

Sin dudas, su obra más reconocida es Noctámbulos (1942), donde se observa a través de un gran ventanal de un Dinner a una pareja de frente, que parecen estar siendo atendidos por el mesero, mientras otro comensal está de espaldas. Pintada después de Pearl Harbor, el ataque japonés que llevó a EE.UU. a ingresar en la Segunda Guerra, la pieza que se encuentra en el Instituto de Arte de Chicago revela el desánimo en cada detalle.

 

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Nóctambulos (Nighthawks, 1942), óleo sobre tela, 84.1 × 152.4 cm. Art Institute Chicago.

 

Entre los clientes, ella se destaca en la escena gracias a un vestido rojo, mientras que los hombres apenas podrían diferenciarse del exterior nocturno enfundados en trajes negros. Aquí la luz es artificial, Febo ha olvidado a estas almas, se ha marchado dejándolos con el desasosiego de sus expresiones. El encierro es total. Desde la perspectiva que se la pintó, el negocio no tiene puerta de salida, no hay forma de escapar de aquel momento y, si bien Hopper negó cualquier intento de expresar ese encierro, admitió que “inconscientemente, probablemente, estaba pintando la soledad de una gran ciudad”. Noctámbulos es, en muchos sentidos, una extensión de Automat (1927), en la que una mujer solitaria mira fijamente su taza de café en un autómata, un tipo de restaurante en el que se sirven comidas y bebidas a través de una máquina expendedora, sin camareros, marcando una síntesis de esa soledad que acorrala. 

 

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Automat, 1927. Óleo sobre tela, 71.4 × 88.9 cm. Des Moines Art Center. Iowa.

 

Aquí, en cambio, puede observarse la puerta de salida hacia una oscuridad infinita que, a su vez, está atravesada por el reflejo de las lámparas internas que parecen marcar el camino hacia algún lugar, hacia la desazón o, por qué no, hacia la esperanza. 

 

 

 

 

 

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