William Turner: la esencia de lo sublime

Los colores del renombrado acuarelista poseen la dilución perfecta entre las manifestaciones naturales y los sentimientos humanos. Sus tratamientos pictóricos inauguraron el mito de la naturaleza en perpetuo movimiento.                  
Por Gisela Asmundo

 

Joseph Mallord William Turner nació el 23 de abril de 1775 en Londres, hijo de un modesto barbero y fabricante de pelucas. Con tan solo quince años, expuso por primera vez una acuarela en La Royal Academy, siendo un logro inusitado por lo precoz de su edad. Expondría en la misma institución desde 1796 hasta 1851, el año de su muerte. Turner pasó mucho tiempo de su juventud alrededor de los valles del Támesis. Entre 1806 y 1809 realizó una famosa serie de dieciocho bocetos desde un bote de remos con una sombrilla sobre la cabeza para mantener la sombra apagada. 

A lo largo de su carrera, sus pinturas suscitaron significativa admiración debido al particular tratamiento de las mismas, pero por otro lado, tuvo también voces detractoras. Las críticas no le impidieron encontrar gran cantidad de admiradores entre la aristocracia inglesa que pagaría muy bien la profusión de sus dibujos. 

Alrededor de 1830, el tipo de coleccionista o mecenas que compraba su obra cambió por personas de negocios de la nueva clase media burguesa. Los coleccionistas que recién aparecían en la escena preferían tomar el riesgo de invertir en alguien contemporáneo de su tiempo, antes que comprar obras de los maestros antiguos que habían empezado a ser falsificadas luego de las Guerras Napoleónicas.

Turner fue un gran viajero y aventurero, que nació pobre y murió rico, acompañado siempre de su cuaderno de bocetos. 

 

Lluvia, vapor y velocidad (1844)

En el año que Turner realizó esta pintura coincide con la finalización del apogeo del Romanticismo. La primera aparición documentada del término "romántico" se atribuye a James Boswell a mediados del siglo XVIII, y aparece en forma adjetiva, esto es, romántico con el significado de "pintoresco", "sentimental", y que hace referencia al criterio estético de lo sublime o inefable (aquello que no se puede expresar con palabras, o un sentimiento que requiere de algo trascendente para ser expresado). Es oportuno abordar esta obra teniendo en cuenta estos parámetros románticos del momento. 

Cuándo se mostró la pintura en la Royal Academy en 1844, la reconocida publicación Fraser’s Magazine sostuvo lo siguiente: “Turner ha realizado un cuadro con lluvia de verdad, tras la cual hay un sol auténtico, y de un momento a otro esperamos ver el arco iris. Mientras tanto se nos echa encima un tren que, realmente, avanza a una velocidad de cincuenta millas por hora, y el lector haría bien en ir a verlo antes de que salga fuera del cuadro…”.

Uno podría fantasear poner el rostro frente al lienzo, y sentir el viento corriendo. La sensación de apenas poder respirar, o hablar, imaginando la lluvia azotando la cara, el viento frío húmedo deslizándose, el sabor de la lluvia, y la arena quizás del carbón. Los sonidos del vendaval, la tormenta, el tronar del tren en las vías, incluso quizás el sonido del silbato, la voz del siglo XIX. También soñar en convertirse en un pasajero de ese tren, o con un "zoom" ver los sombreros de copa de las personas que viajan en los vagones sin techo, ya que se trata de un tren de tercera clase. Hay tantos lugares en la pintura que un avistaje panorámico de pájaro entre el viento y las nubes, mirando hacia abajo la escena, genera adrenalina.

Turner parece añadir algunos detalles sutiles que hay que descubrir. A la izquierda se distinguen unas pequeñas figuras que representan unas mujeres danzando, y a la derecha el arado de un campo lejano evocando una sociedad que está desapareciendo. También hay una liebre, a mitad de camino a lo largo de la vía del tren, que evidencia el contraste entre la velocidad del mundo natural y la velocidad mecanizada del bólido. El animal ahora es prácticamente invisible ya que la pintura se ha transparentado con el paso del tiempo, pero este detalle también aparece en un grabado de la misma de 1859.

El paisaje se puede identificar como el puente ferroviario sobre el Támesis en Maidenhead, construido en 1837. Este fue el período del gran entusiasmo por los ferrocarriles y la época en la que los victorianos compraron e invirtieron en acciones antes del receso que se avecinaba. Dos resultados importantes de la tecnología, como son la vía férrea y el puente viaducto, aparecen en choque con las fuerzas de la naturaleza. Los avances tecnológicos trajeron aparejados cambios profundos en la percepción humana. Por ejemplo, ya no era lo mismo observar un paisaje desde la locomoción de un vehículo de tracción a sangre que a bordo de un tren. La visibilidad de las cosas y la percepción de las mismas se volvieron diferentes. Un aspecto destacable es que Turner, con sesenta y nueve años, abrazó y abordó la renovación de su tiempo, ingresando con este tema en la modernidad, propia de la Revolución Industrial, del vapor, del poder y del cambio.

 

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Lluvia, vapor y velocidad (1844). Óleo sobre tela, 121,8 x 91 cm. National Gallery, Londres. 

 

De todas formas, surgen ciertos interrogantes: ¿Qué intentó transmitir? ¿Estaba celebrando el cambio? ¿Glorificando ese motor? Una posible lectura puede ser la de un guiño entre el combate del tren contra las fuerzas de la naturaleza, ese tren que avanza sin obstrucciones por la tormenta que lo rodea. ¿Lamentaba la pérdida de una edad de oro pasada, con el idilio dorado de ese paisaje? ¿Es esa atmósfera el telón de un escenario que se deja caer entre el pasado y el presente? Quizás es Turner en la vejez mirando hacia atrás, reflexionando sobre su vida, volviendo a ese pequeño bote que aparece en la pintura. O una posible conclusión acerca de cómo el ritmo del progreso había cambiado la vida, un intento de navegar tal vez hacia el pasado, hacia esos días que se habían ido, los días del labrador de manos que se empezaban a extinguir.

Lluvia, vapor y velocidad es una antesala a los movimientos cromáticos de luz del siglo XVIII y XIX, así como también sienta las bases de un rechazo a las formas como gesto provocativo y experimental, con empaste de color, lleno de materia. Su influencia es tal, que hasta se puede percibir incluso en el action painting norteamericano de principios del siglo XX encabezado por Jackson Pollock.

La obra, realizada en la madurez y consagración de la vida del artista, es una síntesis sorprendente del interés ante el paisaje clásico y su inexorable adhesión al mundo moderno de su tiempo. El rasgo sobresaliente de la pintura es la sensación de velocidad, de ese tren que avanza por el paisaje; el contraste entre la masa negra y sólida del motor, y la sensación atmosférica y efímera de los chubascos con una luz solar frágil que parpadea a través de las nubes de la tormenta.

 

La dispación de las formas

Si se comparan las representaciones de la campiña inglesa de John Constable con los paisajes de Turner se pueden advertir las diferencias acerca del entendimiento acerca de lo natural. Como sintetizó el crítico inglés John Ruskin: “Constable percibe en un paisaje que la hierba está húmeda, los prados son planos y las ramas frondosas, es decir, lo que podrían notar un cervatillo o una alondra inteligentes, Turner, en cambio, percibe con una mirada la totalidad de la realidad visible accesible a la inteligencia humana”

 

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 El Alba en el Castillo de Norham (1835/1840). Óleo sobre tela, 91 x 122 cm. Tate Gallery, Londres.

 

Como hombre del siglo XVIII sumergido en el pensamiento filosófico de lo sublime, y ante tal sobrecogimiento frente al espectáculo natural, Turner quiso develar su esencia. En sus cuadros se puede observar el misterio de la naturaleza, como evocaba el poeta alemán Novalis, “en cada flor, en cada piedra se esconde un mensaje cifrado”

Observó la realidad para crear otra, sobre todo en los colores del mar y del cielo, y su investigación lo condujo cada vez más hacia el color puro de Heinrich Füssli. Aprendió que un color tiene mayor fuerza que la combinación de dos y que la combinación de tres colores impide aún más que esa fuerza surja. Su gran pasión en el manejo de los mismos, sobre todo su devoción hacia el amarillo, tiene un sello inconfundible. La falta de claridad, la disipación de las formas, tendiendo cada vez más a la abstracción, son algunos de los aspectos que se le criticaba a la obra de Turner. Pero su búsqueda iba por otro lado, el intentar reproducir el color a través del movimiento de la naturaleza o de las cosas que la conforman; identificar el tiempo en el espacio con los colores que lo suscitan.

 

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 El Lago de Buttermere (1789). Óleo sobre tela, 91,5 x 122 cm. Tate Gallery, Londres.

 

Con Turner el paisaje adquirió una nueva dimensión artística, en la que ya no solo se trataba de la exaltación de la pintura mitológica o de temas históricos. Con su tratamiento de la luz va a crear el mito de la naturaleza en perpetuo movimiento. Su discurso sobre el paisaje y el hombre evoca el espíritu de la época romántica, en donde el avance tecnológico y espiritual se encuentra disminuido ante las fuerzas naturales. 

 

 

 

 

 

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