La gordura como estilo: el Boterismo

Fiel a sus ideas estéticas, Fernando Botero persistió en su estilo inconfundible, que hoy a su muerte, se vuelve gigantesco. La distorsión de sus cándidos personajes ofrece reflexiones crueles y mordaces. 
Por Patricia Pacino

 

En cualquier urbe del mundo nos topamos con una escultura monumental de Fernando Botero. Desde Medellín, ciudad donde nació, siguiendo por New York donde vivió en los años 60, y así sucesivamente. Botero nos dejó una Venus en Londres, La Mano tendida al cielo en Madrid, un pájaro en Singapur, un enorme Caballo en Dubái hasta que llegamos a Buenos Aires. Aquí en nuestro Parque Thays podemos apreciar un enorme torso masculino, donación de un empresario argentino a la ciudad en 1994 cuando Botero expuso en el Museo Nacional de Bellas Artes. La iconicidad de su obra: ¨animales y personas gordas¨ es el sello personal que hace fácil su reconocimiento. Y entonces, sentimos cierta satisfacción al advertir que sabemos un poco de arte. Esta popularidad visual compartida por legos y expertos hace al artista inmortal entre pocos.

 

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Quién hubiera imaginado que en plena década del 60 el artista concibiera a sus ¨gorditas¨ cuando la estética reinante inauguraba la minifalda dejando ver las escuálidas piernas de Twiggy, una modelo británica que sólo pesaba 40 kilos. Pero qué pasó para que el maestro se anticipará a la realidad de nuestra época, para que reivindicara a la gordura en todo su esplendor abriendo paso a la belleza y diciendo no a la discriminación. 

Los cuerpos voluptuosos de Botero nacieron enormes y perfectos. En su obra, la gordura guarda proporción y también simetría revisitando a la Venus paleolítica, a las enormes cabezas Olmecas, a las corpulentas Madonnas o a las rellenitas ninfas del Renacimiento. Su diálogo con toda la historia del arte ha sido fecundo y en su obra podemos advertir ciertos guiños y humoradas que se descubren ni bien admiramos la paleta de colores a lo Piero Della Francesca, o el recurso de la cita al tomar los géneros clásicos como el desnudo, la naturaleza muerta o el retrato. Sus escenas proponen una narrativa que pareciera naif con sus corpulentos personajes de apariencia ideal.

  

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Cuenta el artista, quien falleció hace poco tiempo (15/09/2023), que en 1956 tuvo una revelación. Estaba dibujando distraídamente una mandolina cuando se dio cuenta que había realizado el agujero de sonido tan pequeño que la silueta del instrumento se había vuelto enorme. Tal desproporción le abrió la puerta para gestar su propio estilo. Y así exponer en Washington, obtener el premio Guggenheim en 1958, ir a la Bienal San Pablo en el 1959 representando a Colombia y pese a ser criticado por su realismo deformante, el MOMA le adquirió su obra Mona Lisa. Una pintura que representa a una pequeña Gioconda gorda de tan solo doce años. 

 

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Mientras Botero deformaba objetos y figuras, otros artistas en diferentes lugares del mundo también hacían lo suyo inaugurando la tendencia que conocemos como neofiguración. En contrapunto con el informalismo y el expresionismo abstracto imperante, surge en la década del 60 una nueva manera de representar la figura humana ya sea desde la práctica gestual y el vitalismo como las figuras desfiguradas de Francis Bacon, las garabateadas de Antonio Saura o del grupo argentino de la Nueva Figuración, o ya sea desde una figuración más naturalista pero deforme como a las que arriban Paula Rego con sus temibles mujeres o los personajes torturados de Juan Carlos Distéfano. Entre estos últimos, los gordos de Botero encuentran su grupo de pertenencia. En todos los casos, la neofiguración halla en la figura y más precisamente en su distorsión el reflejo de un malestar. Es que todos estos artistas formulan a través de este espejo alterado una crítica al entorno social de su época. Entonces, detrás de ese mundo que pareciera cándido con sus personajes de talla extra-large, el pincel de Botero no escapa a la reflexión cruel y mordaz. 

 

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“Pinta tu aldea y pintarás el mundo” dicen que dijo Tolstoi y así lo corrobora el maestro pintando una casa de citas y a las prostitutas del pueblo, al ladrón, a la sirvienta o a los bailarines callejeros. Tal vez sea este mundo el pueblo de su infancia, una Macondo anticipada. Alguna vez Botero dejó entrever que su obra había inspirado a su compatriota García Márquez. 

 

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Todo fluye en sus cuadros: la salida dominical de una familia de clase media, una faena en la plaza de toros y los retratos grotescos de funcionarios del lugar. Políticos, militares o eclesiásticos, todos ellos pasan por el tamiz de la burla dejando al descubierto la verdadera valía de sus magisterios. Botero no le escapó a la denuncia. En un centenar de cuadros recrea y relata el accionar de la guerrilla colombiana, así como también pintó las horas finales de Pablo Escobar, acribillado en un tejado por sus enemigos.

 

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Y aunque nunca deseó hacer política con su pintura, fue en 2005 cuando terminó de pintar la serie Abu Ghraib. Son alrededor de setenta obras que denuncian los crímenes cometidos en la guerra de Irak de 2003. Las imágenes, a la manera de Botero, describen escenas de tortura que sufrieron los iraquíes en la prisión de Abu Ghraib controlada por la CIA y las tropas estadounidenses. La noticia despertó tal ira e indignación en el artista que se propuso exorcizar sus sentimientos a través de esta obra. El resultado tuvo defensores y detractores. Tantos que se le prohibió exponerla en muchos museos e instituciones. Pero finalmente la serie vio la luz en el IVAM de Valencia y años más tarde, en 2007, la donó a la Universidad de Berkeley.

 

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El propio Fernando Botero dijo en una entrevista que el artista debe mantenerse fiel a sus ideas estéticas. El maestro fue un ejemplo de ello. Pintó en contra de las modas dominantes, persistió en su estilo inconfundible, que hoy a su muerte, se vuelve gigantesco.   

 

 *Patricia Pacino es licenciada en Historia del Arte y directora de la galería Maman Fine Art que representó a Fernando Botero a partir del año 2013 en adelante.

 

 

 

 

 

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