La arquitectura del lenguaje según Laurie Anderson

Violinista, performer y pionera de la música electrónica, la multifacética artista norteamericana es una brújula ineludible para pensar el arte contemporáneo de los últimos cincuenta años.
Por Valeria Muzzio Martes, 10 de Junio 2025

 

Hay artistas que parecen haber nacido escuchando una voz interior. Una voz que no se deja silenciar por la lógica del consumo ni por la forma en que “deberían” hacerse las cosas. Esa voz -dice Stephen Nachmanovitch en el libro Free Play- es la que guía a quienes traen arte al mundo. Laurie Anderson es una de esas personas que supo escuchar esa voz desde el principio. Supo que el medio era apenas una excusa para expresar ideas, intuiciones, preguntas. La tecnología fue su aliada, pero nunca su meta.

Anderson se hizo conocida en 1981 tras el inesperado éxito de O Superman, una canción hablada, repetitiva y minimalista de casi diez minutos, que criticaba el industrialismo estadounidense y su maquinaria bélica. Desde entonces, la violinista, performer y pionera de la música electrónica ha lanzado decenas de discos, libros y películas. Participó en performances tan extravagantes como un concierto para perros en Times Square, fue la primera (y única) artista residente de la NASA y recibió el León de Oro a la Trayectoria en la Bienal de Venecia de 2022. Aún hoy sigue sacando discos, como Amelia (2024) -inspirado en los diarios de vuelo de la aviadora desaparecida, Amelia Earhart- y subiendo a los escenarios, como si crear continuamente fuera su forma de seguir respirando.

Su historia también está entrelazada con la de otros grandes nombres. Durante más de veinte años compartió la vida con Lou Reed, y juntos exploraron -cada uno a su manera- los bordes del lenguaje, del sonido y del silencio. La suya fue una unión artística y amorosa, intensa y libre; donde el arte no era un refugio, sino una forma de estar en el mundo. Laurie nunca dejó de crear, incluso después de la muerte de Lou, transitando el duelo a través del arte.

 

Chalkroom

Una de sus obras más fascinantes es Chalkroom, una instalación inmersiva con realidad virtual creada junto al artista Hsin-Chien Huang. Estrenada en 2017 en la Bienal de Venecia -donde ganó el premio a la Mejor Experiencia VR-, no es una obra que se ve, sino en la cual se entra. Se vuela dentro de ella. Se habita como una ciudad suspendida entre lo real y lo onírico. 

A diferencia de una película o un concierto, Chalkroom no busca que miremos ni escuchemos desde afuera: nos mete de lleno en un espacio mental, oscuro y enigmático, donde las palabras flotan, se disuelven y reaparecen. Como si estuviéramos dentro de la profundidad de un libro o de nuestra propia mente. Como si el lenguaje, por una vez, nos hablara en lugar de exigirnos sentido.

Su voz funciona como guía. Chalkroom no tiene subtítulos. No se trata de comprender. No necesita explicación (y quizás el arte nunca la necesita, aunque este texto diga lo contrario). “Hemos creado algo lleno de sombras y oscuridad. Para mí, es un sueño hecho realidad. Porque trata de lo que he intentado hacer en todo lo que he hecho: música, escultura o cine. Ser completamente incorpóreo”, comenta Anderson al referirse a la obra.

La poesía la acompañó siempre. En sus textos hablados, en sus performances, en sus obras visuales. A veces irónica, a veces política, otras veces, dolorosamente íntima. Laurie no escribe para embellecer, sino para abrir una pregunta. Dijo alguna vez que su objetivo es crear experiencias que nos liberen. En este mundo sobrecargado de información, donde la hiper comunicación muchas veces ahoga más de lo que conecta, Chalkroom parece recordarnos algo esencial: que podemos movernos entre las palabras, soltarlas, dejarlas ir. Porque a veces las frases que se nos pegan al cuerpo no necesitan más que eso: un desvío. Volar hacia otro lado. Como quien sale de un pensamiento en loop, simplemente tomar otra dirección. A veces es más simple de lo que creemos. La idea de que el lenguaje también puede ser liviano. Aire. Juego. Movimiento.

Chalkroom es la arquitectura invisible del lenguaje. Una biblioteca secreta donde todo lo que fue dicho alguna vez -por amor, por rabia, por miedo o por belleza- sigue estando. Ahí, donde las paredes se disuelven, Laurie Anderson nos muestra que el arte todavía puede hacer posible lo imposible. Y que quizás, como ella, todos podamos encontrar un modo de volver a mirar el mundo con ojos nuevos.

Otras mujeres, como ella, también hicieron del lenguaje una materia dúctil, flexible y viva. Yoko Ono, por ejemplo, también jugó con las palabras y el silencio, con lo invisible y lo participativo. Su obra WishTree, donde los visitantes escriben deseos y los cuelgan de las ramas de un árbol, es una forma de poesía comunitaria. Como Laurie, Yoko no buscó nunca agradar ni adaptarse: encontró belleza en decir lo suyo, en rebelarse con delicadeza, en volver político el acto de desear o escribir una frase. Ambas demuestran que el arte no siempre grita. A veces susurra. A veces pregunta. A veces juega.

 

El presente como territorio expandido

La obra de Laurie Anderson nunca fue novedad, sino anticipación. Su lenguaje, sus formas y su manera de usar la tecnología sin someterse a ella, siguen siendo una brújula para pensar el arte contemporáneo. Chalkroom no envejece: muta con quien la habita.

Recientemente presentó ARK: United States Part V, una especie de oratorio escénico sobre el caos estadounidense, con drones y fantasmas, con preguntas que todavía nadie contestó. Y sus nuevos proyectos se suceden a la par de sus homenajes: un asteroide lleva su nombre -270588 Laurieanderson- y hasta recibió la Medalla Stephen Hawking por su aporte a la divulgación científica. 

Pero lo que realmente importa es que sus obras siguen abriendo puertas: a veces literales, a veces hechas de aire. A veces uno entra por curiosidad y sale con la sensación de haber atravesado un lenguaje desconocido, uno que no estaba afuera, sino adentro.

 

Modificado por última vez en Martes, 10 de Junio 2025

 

 

 

 

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