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Algunos precisan su nacimiento en el siglo XVI, otros en el XVIII, hay quienes retroceden el reloj y detectan los albores en el siglo XI, depende, como siempre, del criterio, de los marcos conceptuales. Los pensadores marxistas, intrínsecamente atravesados por la dinámica material, leen los sucesos con el filtro económico. Las transformaciones sociales responden a una transformación más original, más estructural, la del modo de producción y sus consecuentes relaciones. Estamos hablando, lo habrán adivinado, de la Modernidad. Según Karl Marx, Modernidad y Capitalismo son prácticamente sinónimos: no existiría ni historia del arte ni de las ideas ni de la cultura sin las vicisitudes nada idílicas del capital. Un fragmento archiconocido (y no menos citable) de El manifiesto comunista de 1848 describe, con crueldad, maestría y admiración las cualidades burguesas para subvertir el orden establecido:
La burguesía no puede existir si no es revolucionando incesantemente los instrumentos de la producción, que tanto vale decir el sistema todo de la producción, y con él todo el régimen social. Lo contrario de cuantas clases sociales la precedieron, que tenían todas por condición primaria de vida la intangibilidad del régimen de producción vigente. La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las demás por el constante y agitado desplazamiento de la producción, por la conmoción ininterrumpida de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una dinámica incesantes. Las relaciones inconmovibles y mohosas del pasado, con todo su séquito de ideas y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas envejecen antes de echar raíces. Todo lo que se creía permanente y perenne se esfuma, lo santo es profanado.
En la descripción de la burguesía surgen apostillas centrales del período moderno, subrayemos las expresiones más rotundas: “desplazamiento”, “conmoción ininterrumpida”, “inquietud”, “dinámicas incesantes”, luego impresiona “lo profanado”, “el derrumbe”, “el envejecimiento prematuro”. Esta radiografía reperfila la Modernidad hacia lo que Marshall Berman bautizó Todo lo sólido se desvanece en el aire. Esa es la experiencia moderna, sin norte ni brújula, Dios ha muerto, y nosotros lo hemos matado. ¿Qué hacer? Tratar de sobrevivir a las contradicciones, los equívocos, las angustias, en una palabra, a la irremediable liquidez de las cosas. En este sentido va el prólogo de Berman cuando introduce la muerte de su hijo Marc, a quien le dedica la publicación: "Poco después de terminar este libro, mi hijo querido Marc, de cinco años, me fue arrebatado”. ¿Quién se lo arrebató? Su propia esposa, madre del niño, lo arrojó por la ventana del departamento mientras el filósofo dormía plácidamente y sólo advirtió la desgracia con la llegada del móvil policial (1). Este punto es clave para instalar el fenómeno moderno en la cotidianidad de las personas. Escribe Berman:
Su vida y su muerte acercan al hogar muchos de los temas e ideas del libro: la idea de que los que están más felices en el hogar, como él lo estaba, en el mundo moderno pueden ser los más vulnerables a los demonios que lo rondan; la idea de que la rutina cotidiana de los parques y las bicicletas, de las compras, las comidas y las limpiezas, de los abrazos y besos habituales, puede ser no sólo infinitamente gozosa y bella sino también infinitamente precaria y frágil; que mantener esta vida puede costar luchas desesperadas y heroicas, y que a veces perdemos. Ivan Karamazov dice que, más que cualquier otra cosa, la muerte de un niño lo hace querer devolver su billete al universo. Pero no lo devuelve. Sigue luchando y amando.
Pasaje verdaderamente desolador, y en apariencia, sin relación con el tema que nos convoca, la pintura Le Pont d`Argenteuil, de Claude Monet.
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Monet nace ocho años antes de la publicación del Manifiesto comunista de Marx y Engels. El contexto donde crece y se educa es del cierre de la primera etapa de la revolución industrial, el proceso de transformación económica, social y tecnológica iniciado en el Reino Unido a mediados del siglo XVIII y que luego se extendería al resto de Europa y parte de América. Durante este periodo la humanidad atravesó innovaciones técnicas desestructurantes y preparó el terreno para dar el gran salto desde una economía rural, campesina, basada fundamentalmente en la agricultura y el comercio entre feudos, a una economía urbana y de gran industria. Ese salto promovió también las masivas migraciones del campo a la ciudad. Como condición, y como consecuencia, del nuevo mundo irrumpe el ferrocarril, una de las estrellas del firmamento industrial, el medio de transporte que, previo al avión, revolucionó los vasos comunicantes del planeta y se convirtió en símbolo de avance y progreso ilimitado.
Si compartimos la interpretación marxista, el arte (como cualquier fenómeno histórico) está determinado por las condiciones objetivas (materiales) de los sujetos. Un ejemplo a la carta. Gracias a la invención del tubo de óleo (patentado en 1811, producido a gran escala desde 1841), los artistas pudieron desplazarse del atelier al aire libre (plein air) y explorar los efectos de la luz natural. Tal fue el impacto de la nueva tecnología que Auguste Renoir sentenció antes de morir: "Sin la pintura en tubo, no habrían existido ni Cézanne, ni Monet, ni Sisley, ni Pisarro, ni ninguno de aquellos que los críticos llaman impresionistas".
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Por su importancia en varios frentes, el ferrocarril comienza a ser representado en las artes visuales (2). Una de las primeras pinturas la compuso William Turner, Rain, Steam and Speed – The Great Western Railway, de 1844, que justamente provoca en el espectador la sensación de inestabilidad y vértigo prefigurada por Marx. Retengamos que a comienzos del siglo XIX se había inventado la locomotora.
Rain, Steam and Speed – The Great Western Railway, William Turner (1844)
En 1877 Claude Monet pinta La Gare Saint-Lazare (3), escena imprecisa donde un conjunto de manchas y líneas tenues representan la estación de trenes, los trenes y el vapor cubriendo parcialmente la ciudad. En 1875 aparece Le Pont d`Argenteuil, en esta pintura un Monet agazapado detrás de la hierba ve venir al tren, aunque no de frente. Es una perspectiva convulsionada, un escorzo con carga hollywoodense.
La Gare Saint-Lazare, les signaux, de Claude Monet (1877)
Vale destacar la oscilación de Monet entre paisajes rurales y urbanos e incluso la mixtura entre ambos, como si la contradicción moderna se encarnase en él. Pero la pintura se titula puente, otro de los símbolos máximos del progreso. Puentes y trenes sirven para unir, transportar, colonizar. Sin puentes no hay tren, no hay interconexión, no hay invasión. Los puentes nacieron en la prehistoria, aunque no estaban en condiciones de soportar las vías férreas.
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En línea directa con el clima de época Edouard Manet realiza Le Chemin de fer (1873), en la que vemos algo invisible. La mujer mira al frente y la niña hacia un núcleo temático inapreciable. En esta obra el espacio pictórico queda obturado por la reja y el vapor. Al no haber un espacio claro y distinto, cartesiano y racional, la idea de espacio cobra un inesperado protagonismo, se problematiza, se vuelve objeto de disputa.
Le Chemin de fer, Edouard Manet (1873)
Muchas personas confunden Manet y Monet. Alguna vez alguien me dijo que la sensibilidad artística se medía por la capacidad de distinguirlos. Claramente, la diferencia no reside en una vocal. El espacio pictórico de Monet se mantiene inconmovible, más allá de las particularidades de su representación, del punto de vista; en cambio Manet deconstruye la idea de cuadro, tapona el espacio; ya no habrá lugar para nada ni nadie, salvo la preeminencia material de la tela. Es la profecía del cuadro objeto. Dicho esto, para no quitarle méritos a Monet, sus investigaciones abordan más que el espacio, la luz; Monet enciende luces como no lo había hecho nadie en la tierra (4), revisen Impression, soleil levant, y apreciarán las posibilidades lumínicas del ejercicio pictórico.
Impression, soleil levant, Claude Monet (1872)
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Como símbolo de la Modernidad Le Pont d`Argenteuil representa el avance del capital, la industria desenfrenada y el imperio de la técnica que hoy gobierna nuestros días. Pero bien mirado, el cuadro no alienta el movimiento, quizás sea al contrario, quizás la indicación de Monet se haya anticipado cincuenta años a Walter Benjamin, el crítico por antonomasia del progreso, cuando advirtió en Tesis sobre la filosofía de la historia:
Marx dijo que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial. Tal vez las cosas se presenten de otra manera. Puede ocurrir que las revoluciones sean el acto por el cual la humanidad que viaja en el tren tira del freno de emergencia.
Le Pont d`Argenteuil, Claude Monet (1875)
1. La información sobre la muerte del hijo de Berman no figura en ninguna página en castellano, sólo se encuentra en la web de United Press International (UPI). Allí se detalla la tragedia ocurrida el 17 de diciembre de 1980. El título de la nota es: “The wife of a prominent college professor threw their...” ("La esposa de un prominente profesor universitario lanzó a su…”). Los puntos suspensivos pertenecen al original.
2. La leyenda, probablemente falsa, cuenta que en enero de 1896 los hermanos Lumière proyectaron en un bar de París un corto de 40 segundos que causó pánico entre los asistentes. Era la famosa “Llegada del tren a la estación”. Sobre la dialéctica entre técnica y misterio, imagen y fantasma, existen innumerables textos y películas; el lector puede ver The Magic Box (1951), drama biográfico sobre William Friese-Greene, quien patentó en 1890 (adelantándose cinco años a los hermanos) por primera vez una cámara cinematográfica que funcionara. En la película, entre los fracasos y los triunfos del científico, se da a conocer el trabajo de uno de los creadores de la “imagen en movimiento”.
3. Es una serie de doce telas (todas de 1877) en las que el artista se detiene sobre diferentes aspectos del tema. Aquí nos referimos a la obra más conocida, la expuesta en el Museo de Orsay. Al observar la serie completa se deja entrever un clima apocalíptico y distópico.
La Gare Saint-Lazare, de Claude Monet (1877)
4. Paul Valery define el cinematógrafo como “fragmento terrestre ofrecido a la luz”. Monet, subvierte la operación y propone un fragmento de luz ofrecido a la tierra.