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Menos célebre aparentemente que sus compatriotas más célebres, Manet, Monet o Degas, Gustave Courbet se las ha ingeniado para abrirse camino en la intrincada historia del arte. Como tantos otros, fue hijo de la revolución industrial, la burguesía expoliadora y las exposiciones universales, es decir, fue hijo natural de la desesperación. ¿Frente a qué? ¿Al progreso ilimitado que acumula ruina sobre ruina? En su autorretrato Le Désespéré, el joven Courbet no observa una instancia exterior que lo conmueve o lo petrifica, como si hubiera visto sin velo a la Gorgona, sino que observa su propia mirada, se observa observándose, como un científico loco, escindido de la realidad, de allí el rostro estupefacto ante la escena más terrible: la división de uno mismo.
Le Désespéré (1844-45). Musée d'Orsay.
Entre sus obras recordemos La Curée, de la cual el crítico de arte norteamericano Michel Fried ha proferido temerarias interpretaciones de orden psicoanalítico (1*). Por otro lado, Un enterrement à Ornans seguramente sea la pintura que lo ubica en el parnaso de los segundos. Digo segundos no como una opinión franca ni personal, sino dejándome sugestionar por el canal Culture Tube France, donde no tuvieron el decoro de dedicarle ningún unitario, a diferencia de muchos de sus estimados colegas. ¿De qué carece Courbet para ingresar al verdadero salón de la fama? ¿O le sobra algo, pasión, desparpajo, sorna? ¿Será su realismo crítico el obstáculo para obtener resonantes triunfos?
Un enterrement à Ornans (1849-50). Musée d'Orsay.
Precisamente, antes de zambullirme al Mer Orageuse (2*) voy a tratar L'Origine du monde, pintura en cuyo centro fulgura la plenitud naciente del sexo femenino. Big bang humano, comienzo de los comienzos, cada uno de nosotros sobrevivió dentro de esa caverna oscura y amorosa para luego salir, platónicamente, y enfrentarse a la luz.
L'Origine du monde (1866). Musée d'Orsay.
Dar a luz, dar la luz, como en el génesis, “Hágase la luz”, ordenó Dios, expectante, y la luz se hizo para beneficio de la flora y de la fauna. En esta pintura, Courbet intentó representar el origen de todos los mundos posibles, los mejores y los peores.
La escena del cuadro se volvió tradición al ser retomada por Marcel Duchamp en Étant donnés. La obra, emplazada por pedido del artista en el Museo de Arte de Filadelfia, sólo es visible a través de una pequeña incisión (que es parte de la obra) sobre una puerta de madera por la cual se distingue el cuerpo desnudo de una mujer con las piernas abiertas, sosteniendo en la mano una lámpara de gas, y en el fondo, un paisaje boscoso enmarca una cascada movida por un mecanismo de relojería.
Étant donnés (1946-66), Marcel Duchamp. Philadelphia Museum of Art.
Agua (el agua es un elemento recurrente en Duchamp), fuego y femineidad (en ninguna de las obras se presenta el rostro de la mujer, es la femineidad esencial, su fuga y su misterio), ¿no son tres elementos básicos de cualquier origen? Y si todo origen es mítico y está perdido, corresponde mencionar que L'Origine du monde fue adquirida por el padre del psicoanálisis francés, Jacques Lacan: ¿qué habrá visto el maestro, con sus per-versiones (las versiones del padre) a cuestas, en ese sexo recién activado, ese sexo latente, esa promesa de futuro?
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El Mer Orageuse es una pintura conmovida por su propio movimiento. Sobrevuela en la tela una tensión verdadera, aunque leve, a pesar de la borrasca, a pesar del realismo de Courbet. Nunca se percibe la sensación de colapso, la tempestad está representada no para asustar, sino, como en el juvenil autorretrato, para volver sobre sí. Sucede algo equivalente con la pintura melliza de Mer Orageuse expuesta en el Museo de Orsay, con la salvedad de que la obra en territorio galo exhibe un barquillo de madera en la costa. Sería un ejercicio interesante inventar un diálogo entre ambas, porque efectivamente son dos pinturas con escenas parecidas, variaciones del mismo tema.
La Mer orageuse (1870). Musée d’Orsay.
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Es muy extraño el hecho de encontrar indefectiblemente lo que uno busca. Por supuesto, existirá un componente azaroso, el de la mera casualidad, pero no basta el azar para explicar la repetición de un acontecimiento. Debe haber una intervención significativa del sujeto, de su voluntad, aunque sea inconsciente. Llamémosla predisposición. Uno encuentra porque busca, y porque está predispuesto a encontrar. Quiero decir, cuando le dedicamos (mejor dicho, le entregamos) nuestra vida a una actividad, cualquier actividad, es muy probable que todo nos hable, ya que hemos generado las condiciones para encontrar lo buscado, sea o no sea oportuno. Es únicamente el sujeto comprometido con la causa el indicado para encontrar. Lo encontrado es solo para él, caso contrario, no lo encontrará nadie. Predisposición significa escucha atenta, lectura concentrada, apertura hacia el mundo interior. Invirtamos la ecuación: lo buscado nos encuentra.
Mientras pensaba en Mer Orageuse, distraído por circunstancias personales, en una ciudad distante a la mía, abrí ¿al azar? El nervio óptico de María Gainza, libro que leí hace años y olvidé casi en su totalidad. Página 68:
Pero no lo criticaban por los temas sino por la forma de representarlos: hacía del picapedrero un objeto tan rústico como la piedra que éste picaba. Y lo mismo hizo con el mar. El grado de observación que imprimió a sus paisajes, combinado con la crudeza de su pincel, no solo tiende un puente al pasado, hacia Turner, hacia los holandeses del siglo XVII, sino que anticipa también el curso de toda la pintura desde 1870 en adelante. Mar borrascoso se interesa en el agua en términos de forma: son tanteos directos hacia la abstracción, aferrados aún a la línea de horizonte.
Bell Rock Lighthouse (1819). William Turner.
Insisto en la supuesta rareza de un realismo interesado por la forma. ¿Quién es este pintor realista que se aplica a la abstracción, o sea, a la licuación del referente? Courbet dijo, medio en broma medio en serio, “si dejo de escandalizar, dejo de existir”, y quizás el escándalo no resida en representar de manera explícita la esplendorosa vulva femenina, la magnificencia inalienable, el sexo de la vida, sino en el escándalo mayúsculo de un realista confeso coqueteando con la abstracción.
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Mer Orageuse es parte de un extenso trabajo de Courbet sobre paisajes marinos. Son setenta u ochenta marinas distribuidas por el mundo. El acervo del Museo de Bellas Artes contiene otra versión, más pequeña, tal vez menos lograda. Esta práctica continua de paisajes marinos habrá convertido a Courbet en un experto al punto de que Manet sentenció: “Cuando se trata del mar, él es el rey”. Courbet rey (mejor que experto) del mar por alejarse de la representación para adentrarse en la forma, como todo gran artista, como todo arte verdadero.
Mer Orageuse (1850). Museo Nacional de Bellas Artes de Argentina.
Prosigue Gainza:
He buscado otros [cuadros de marinas] en internet, en libros prestados y aun así podría jurar que Mar borrascoso es uno de los mejores. Frente a él, el arte desaparece y otra cosa toma su lugar: la vida con todo su penacho estridente. Apostaría que el mismo Courbet, que solía jactarse de que sus marinas ‘se hacían solas en dos horas’, estaría orgulloso de este mar, al que volvía como un caballo al sediento al bebedor […] Para mí, Mar borrascoso no es una pintura simbólica, ni una meditación trágica sobre la vida. Es, en todo caso, la manera de Courbet de someterse al orden de las cosas.
No sé si María tiene razón. En todo caso (como dice ella) el arte desaparece cuando el arte aparece, es decir, cuando se pone en evidencia el procedimiento, lo que un pintor realista ingenuo tendería a ocultar. Por otra parte, la estrategia realista consistiría en someter las cosas a un orden (el orden de la representación, el orden referencial, el orden burgués), en cambio Courbet, según Gainza, y aquí suscribo, se somete a las cosas, se deja atravesar, se funde con ellas porque en el fondo de su corazón marchito sabe que el mundo es una composición insólita de colores, líneas, luces y sombras.
Gustave Courbet bebió hasta morir la noche vieja de 1877.
(1*) Sin embargo, cuando la retórica cede, interpretaciones no tan alejadas de las mías: “Por ende la figura del cazador, a quien también he llamado el cazador-pintor, puede verse como la representación, si no de cierto observador, en todo caso de cierta entidad teórica: no es, creo yo, el contemplador tout court, sino más bien el contemplador ‘en’-el-pintor-contemplador –la mitad ostensiblemente pasiva de la identidad agregada del pintor-contemplador– lo que a su vez significa el piqueur representa la otra, manifiestamente activa, mitad de tal identidad, y que La presa en su totalidad retrata el desgarramiento del pintor-contemplador en componentes separados” (citado con acusadores por Roger Kimball en La profanación del arte).
(2*) Me gustaría escribir un texto sobre un objeto, novela, película, pintura, instalación o performance, que nunca se termine de abordar por completo, o mejor incluso, del que no se comience ni siquiera el abordaje, como si el texto fuera un prólogo expandido, una introducción interminable, un prefacio eterno; esta acción la ejecutó Macedonio Fernández cien años atrás, lo cual no supone ninguna objeción seria a nuestros malabares críticos, teóricos y conceptuales.