Delcy Morelos: “Llevar tierra al museo es mostrarla como algo precioso”

Participó de la exposición principal de la 59a Bienal de Venecia y actualmente exhibe en el subsuelo del Museo Moderno. La colombiana reflexiona con profundidad acerca de la relación entre la naturaleza, los humanos y el arte.
Por Valeria Muzzio
Foto: Julián Bongiovanni Foto: Julián Bongiovanni

 

Delcy Morelos atiende la llamada que nos separa de su casa en Colombia e inmediatamente se siente una amorosidad y un agradecimiento genuino que traspasa la pantalla. La calma de quienes conocen saberes ancestrales. Tiene una voz adorable, esa que escuchamos cuando habla la más buena y sabia de los cuentos.

¿Será la profundidad de los materiales con los que trabaja, vive y agradece? Hace más de treinta años que la artista reflexiona sobre el cuerpo, la piel, la raza, la naturaleza, la violencia y la emocionalidad, que cruza estos conceptos en relación con el hombre y su existencia. 

Su búsqueda recorrió la pintura, la instalación y la escultura mediante elementos naturales como la tierra, la arcilla, las telas y las fibras. Expuso de manera individual y colectiva en museos, salones de arte y galerías tanto en Colombia como en otras ciudades del mundo. En 2022 fue seleccionada por la curadora Cecilia Alemani para exhibir su obra Earthly Paradise en The Milk of Dreams, la exposición principal de la 59a Bienal de Venecia. Durante 2018 presentó Enie (tierra en Uitoto) en la galería NC-arte de Bogotá. Y actualmente puede verse su obra llamada El lugar del Alma en El Museo de Arte Moderno de Buenos Aires hasta febrero de 2023. 

Delcy Morelos, nació en Tierra Alta, Córdoba, una de las zonas de Colombia más golpeadas por la violencia paramilitar por las tierras en los últimos 200 años. Las secuelas de este prolongado conflicto, aparecen en sus obras de diferentes maneras, pero no en un tono de protesta, si no a través de las experiencias reflexivas, casi meditativas y sensoriales que propone.  

 

–¿Cómo surge tu última exposición El Lugar del Alma?

–Esa idea tiene varios orígenes. Yo he aprendido mucho de un indígena de la amazonia, mi maestro Uitoto, llamado Isaias Román. Para ellos la metáfora que describe al Universo es un canasto donde todo está tejido. En mi trabajo se tejen muchos intereses que yo tengo, principalmente esa sensación del hombre occidental blanco de la tradición judeo cristiana que se siente separado de la naturaleza. Para muchas culturas ancestrales, el hombre es parte de la naturaleza, no está separado, no está la naturaleza ahí afuera y yo estoy aquí como en la cresta de la ola, en la punta de la pirámide o en una posición superior. Estamos tejidos con ella, somos uno. Cuando expuse en La Bienal de Venecia, pasó algo muy fuerte. Me di cuenta de que los espectadores acostumbrados a ver arte, le hicieron daño a la pieza, en una esquina alcanzaron a patearla, me contó el celador. Eso que pasó fue impresionante, porque hace años me pregunto cómo es la relación del hombre con la tierra, con la naturaleza, cómo la está sintiendo. ¿Cómo puede ser que en otras piezas no le hacían nada, ni le quitaban partes ni nada? Es decir respetaban el plástico, la pintura, la tela, todo menos la tierra. Una vez más me demostró que a la tierra se le puede hacer de todo: explotarla, contaminarla, mancillarla, todo menos agradecerle. Eso sí se encargan las culturales ancestrales: de agradecer y sentirse una con ella, que es más real. Si destruimos nuestro entorno, nos destruimos al mismo tiempo, no estamos separados, ni nos vamos a ir a Marte. No tenemos planeta de repuesto y formamos parte de este planeta, somos de la manera que somos porque las condiciones se nos han dado para vivir así, respirar oxígeno exhalando dióxido de carbono. Teniendo que comer, entonces el sol y el agua, todo lo que interactuamos está planeado para que sea así. La pieza muestra un poco esa parte terrestre que nosotros no reconocemos en uno mismo. 

 

–En El lugar del alma, más de diez personas trabajaron durante dos semanas para montar veintitrés toneladas de tierra en el subsuelo del museo. ¿Cómo fue el proceso, perfumaste y trabajaste la tierra?

–Esta pieza parte de una ceremonia que se hace en Los Andes. En Bolivia, Perú y Ecuador, llamada Misha o mesa andina. En Jujuy, en Purmamarca, es “dar de comer a la madre tierra”. Hacen un hueco en la tierra de unos 40 cm de diámetro por un metro de profundidad y ahí se pone la ofrenda, todos los alimentos que una persona come y bebe, se le ponen a la madre tierra y después se tapa. Como yo estaba a 10 mt debajo del nivel del suelo, para mí ya estaba en un territorio sagrado, en las profundidades de la tierra, por eso colocamos las ofrendas como la canela, el café y el clavo de olor. Cuando la tierra huele a alimento yo creo que podemos darnos cuenta que todos los alimentos salen de la tierra, cosa que hemos olvidado. Usamos además un material que se llama turba, proveniente de Tierra del Fuego. Este elemento es un tesoro para el futuro del planeta que debemos cuidar y conservar. Es llamada la leche materna de las plantas, donde se ponen las semillas, es un musgo molido y se da en zonas muy frías, como Canadá, Finlandia y al Sur del país. La tierra tarda doce mil años en producir una turbera. En otro proyecto que estoy por desarrollar en Nueva York, vamos a crear un sucedáneo de la turba. Pero lo que queríamos hacer aquí era traer este elemento precioso al museo, mostrarla como algo valioso, algo que se cuida, aquí también estamos cuidando y atesorando. 

 

–¿Por qué El Lugar del Alma

–El lugar del alma es el lugar de todos, es ese lugar silencioso que tenemos en algunos momentos de la vida cuando estamos observando un paisaje. Es ese momento sublime que tenemos con la tierra. Hay algo que vibra en nosotros cuando observamos una puesta del sol, un árbol cargado de frutas, eso nos llena el alma porque forma parte de nosotros. Yo me di cuenta, que lo que hace que tu sangre sea roja es lo mismo que hace que la tierra sea roja. Tu sangre roja es por el hierro. Todos los elementos que forman nuestro cuerpo están en la naturaleza. Y hubo un momento en el que el hierro que está aquí en mis venas fue pasto o fue fruta o espinaca y después forma parte de mi. O sea, formamos parte de un ciclo del que no nos damos cuenta. Cuando defecamos o cuando morimos, somos parte de ella. 

 

–¿Qué otra experiencia nos podes contar de la Bienal de Venecia?

–Fue durísimo el trabajo, pero también muy bonito. Dentro del equipo de trabajo que me brindó la bienal habían muchas personas de otras partes del mundo, africanos e inmigrantes ucranianos que acaban de llegar de la guerra, donde ellos eran más que nada agricultores, estaban acostumbrados a trabajar con la tierra. Estaban felices de trabajar ahí, ellos me veían trabajando descalza, y se acordaban de su niñez, igual los africanos, querían estar en mi obra porque habían hecho sus casas de tierra aprendido de sus abuelos. Fue muy bonito darles un momento de alegría en sus vidas de tristeza, recordar momentos felices que tuvieron en sus lugares de orígen y de ese contacto con la tierra, eso fue muy amoroso. Teníamos dificultades con el idioma, pero ahí estábamos todos queriendo hacer lo mismo y pudimos comunicarnos y terminar la pieza.

 

–¿Qué sucede cuando tus instalaciones hechas con tierra se terminan?

–Esta pieza vuelve a la tierra aromatizada y fertilizada, va a llegar a que nazcan semillas, va a ser bonito después. Trato siempre de estar, en este caso Buenos Aires queda muy lejos de Colombia, es difícil para mí, pero estoy apoyada con un buen grupo y estoy segura de que ellos la van a llevar a un hermoso lugar para que produzca frutos. 

 

–Durante los últimos años decidiste trabajar únicamente con tierra. ¿Cómo fue esa búsqueda y elección?

–Aquí en Colombia hemos tenido muchos problemas de violencia. Yo empecé a trabajar con este tema en los 90, sobre el origen de la violencia en el ser humano, y trabajé en ese contexto con el racismo en una serie de pinturas que se llamó “El color que soy”. Ahí me di cuenta que los tonos de piel son muy parecidos a los tonos de la tierra y a la madera. Entendí que había una fuerte relación con el color. Después los problemas de violencia aquí, sobre todo en la zona donde nací, es por la tenencia de la tierra. Los grupos paramilitares y los grupos guerrilleros estaban peleándose y en el medio los campesinos. Una lucha donde la tierra era un elemento importante de los conflictos humanos. Por otro lado, mi maestro hablaba de la tierra como algo sagrado, ahí me llegaron estas dos vertientes para trabajar con ella.  

 

–¿Qué sucede en Colombia con la recepción de tu arte?

–No llega a tanta gente como yo quisiera porque el público que va a ver arte es muy poco, yo creo que se va a potencializar el mensaje, aunque nadie lo vea ahí está la tierra recibiendo este agradecimiento. Sabes que si tu le das un regalo a alguien, y esta persona no te lo agradece o dice el color no me gusta, esa persona no te vuelve a dar nada. Eso lo tenían muy claro las culturas ancestrales. De agradecer a la naturaleza por todo lo que les daba, nos alimenta todo el rato, todo el día, todo sale de ella. Y eso es producto de esa generosidad y de esa vocación de la tierra de alimentar y de dar. Lo mínimo que uno puede decir es gracias. Más allá de esta pieza, el mensaje que quiero que reciba la gente, de hacer presente la tierra en un museo de una manera preciosa, es para mostrarla de una manera que no pueda dañarse, que no pueda tocarse. A mí me gusta mucho dar esta textura efímera y frágil en la que desgrana porque ahí está su valor, que se sienta como ella está en la naturaleza, libre y desmoronándose. Es lo contrario a la pretensión del hombre que quiere que todas sus obras sean eternas en el tiempo. Los ríos van por un lado, después por el otro, mañana hay sol, después llueve, después hay una sequía, después vuelve a resurgir la vida. Ese estrés que tiene el hombre -por ego pienso yo- que quiere que las cosas se sostengan en el tiempo, va en contra de la naturaleza.  Nos sabemos mortales pero no queremos serlo. 

 

–¿Pensás llevar tu arte fuera de los museos, en instalaciones como el land art? 

–Si, pero yo tengo un conflicto ahí, porque para mí el paisaje me parece perfecto y hermoso tal como está, no lo puedo complejizar ni intervenir. Me encanta la naturaleza como está, yo lo llevo al interior con un concepto muy distinto: mostrar cómo no ha sido mostrada jamás. Siempre ha sido para pisar, explotar, minar. Llevarla al museo es mostrarla como algo precioso, ese es mi interés y si hago algo en el paisaje debe ser algo muy respetuoso casi que ni se note, porque a mi me gusta tal y como está no puedo decir nada más. Pero si tengo esa inquietud de cómo sería una pieza mía en el paisaje todavía no me ha llegado la respuesta. 

 

–Pensas volver a Argentina, en las Cataratas por ejemplo hay tierra roja.

–Sí tengo muchas ganas de ir, no conozco, si tengo la oportunidad de hacer otro proyecto iría allá, no sabía que Argentina tenía una parte andina. El imaginario que uno tiene de la argentina es la Pampa y Tierra del Fuego, pero no como andina, para mí fue increíble. No sabía que eran tan largos. Me dió mucha energía estar en Jujuy y Salta, vitalizó mi trabajo. 

 

–¿De qué se trata tu próxima exposición en Nueva York?

–Voy a exponer una obra comisionada por la fundación Dia que se expondrá en Dia Chelsea. Todavía no tengo el título de la obra, estoy haciendo los planos. Es una obra muy distinta a la que expuse en la Bienal de Venecia. También voy a trabajar en otro lugar, en el Kimball Art Center / Park City, Utah, donde tienen montañas de color rojo: me gusta cuando la tierra es roja, siento una relación muy fuerte, porque he trabajado también con la sangre y el interior del cuerpo. También me gusta ver cómo reacciona la gente cuando ve algo que está en el exterior y lo llevó al interior, es distinto. En Noruega hice una obra en territorio de los Samis, el pueblo indígena de allá. Utilicé desechos de Reno, es un animal que sólo come musgo, tienen algo de pureza porque sólo consumen vegetales y a esta obra la llamé Bosque digerido. Para nosotros fué incómodo el olor, a ellos les parecía encantador. Yo vivo en una zona caliente, de casas de adobe hechas de popo de vaca y caballo entonces para mi algo es normal que las paredes tengan esa sustancia ingerida por un animal. En Nueva York es super interesante, porque hay esa obsesión del hombre de tapar la tierra con concreto, mi idea es llevar una pieza a la gran ciudad como una isla, donde tienen un parque gigantesco pero mucho más grande es la ciudad que el Central Park. Porque uno puede crear un paraíso o un infierno, si tu tienes una casa pequeñita en una ciudad, pero pones una plantita, eso se vuelve el paraíso, puedes crear un jardín donde estés o un infierno donde estés. Es una decisión. 

 

 

 

 

 

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