Josefina Robirosa: "Prefiero dejar emerger lo que no sé”

A raíz de la muestra póstuma en el MACBA, reproducimos una de las últimas entrevistas otorgadas por la artista. Sus obras de abstracción figurativa y una extensa trayectoria la posicionaron como un figura ineludible del arte argentino.    
Por María Paula Zacharías

 

El MACBA abre su calendario 2023 de exposiciones con Josefina ROBIROSA LÍNEA Y VIBRACIÓN, curada por Rodrigo Alonso. La exhibición reúne obras de una etapa de su producción en diálogo con artistas mujeres presentes en la colección permanente del MACBA. Abarca obra producida entre mediados de las décadas de 1960 y 1970. "En este momento, la artista deja de lado su interés por el paisaje y comienza a representar figuras humanas en entornos muy particulares –explica Alonso a El Ojo del Arte–. "Las obras están constituidas a partir de los principios mencionados en el título. Una línea repetitiva y un color que está colocado de manera tal que produce vibración en el ojo de quien observa. Estos rasgos tienen que ver con la época: el color está vinculado con el pop y la vibración, con el arte cinético. Las figuras y entornos se relacionan con las comunicaciones y las nuevas tecnologías, ondas de radio y televisión, y la cultura de masas. Es una obra poco vista dentro de su producción". En la muestra hay entonces obras singulares, a medio camino entre la geometría y la figuración, conformada por líneas y franjas multicolores, que no sólo empatiza con la revolución cromática del pop-art y los dinamismos del arte óptico y cinético, sino que, además, ofrece una mirada especial sobre el mundo contemporáneo. 

La que sigue es una de las últimas entrevistas que dio la artista, publicada en La Nación el 8 de agosto de 2015 e incluida en el libro Entrevista con el Arte (India, 2019). Robirosa murió en 2022, después de que una enfermedad la tuvo alejada de la realidad en sus últimos años de vida.

 

Alegría, desparpajo, nada de nostalgia y muchos afectos. Los días de Josefina Robirosa transcurren plácidos, en una soledad muy acompañada. No necesita Internet ni celular; sus ángeles guardianes de ahora están cerca, son vecinos de una de las cuadras más lindas de Buenos Aires, y su familia de hijos, nietos y bisnietos. Su casa de techos altísimos está tapizada de cuadros suyos y ajenos, porque siempre compró pinturas de sus amigos. Hay muebles y vajilla de antaño, y los televisores son aparatosos, porque no se entiende ni con el control remoto. “Yo me acompaño. Me llevo bien conmigo”, dice. Los ochenta y tres años la encuentran erguida, incansable y coqueta como siempre, a punto de ser la artista homenajeada en la feria Arte Espacio de San Isidro, con una muestra de veintiséis grandes obras, una declaración como visitante ilustre y otros agasajos. 

Desde el balcón le gusta ver la arboleda del parque Lezama. En su boulevard hay un deli, donde come cuando se le acaban las viandas que le prepara el marido nutricionista de su nieta Pomy. Pomy es la escultora María Torcello, que cuida de su Api a sol y sombra. “La adoro con toda mi alma, fue muy importante en toda mi vida”, dice en voz baja. “Esta cuadra está muy bien para viejitas. No tengo más que abrir la puerta y bajar”, dice Robirosa. 

El pasado no la convoca mucho, y sus recuerdos del Di Tella y otras epopeyas de las que formó parte, como una de las mujeres más destacadas de la pintura argentina, la tienen sin cuidado. Pero se sorprende de sus propios dichos revisando sus escritos de toda la vida, que está ordenando junto con un investigador para un futuro libro. Papeles escritos a máquina, otros manuscritos, textos en inglés y francés, poemas y libretitas se apilan en mesas y sillas del comedor. “Siempre escribí y me daba vergüenza mostrarlo. Pero ahora lo estoy leyendo y me parece muy bueno. Tratan sobre la vida, mi vida, los demás, la pintura, opiniones muy seguras que nunca dije en voz alta porque pensaba que no eran valederas”. Abre una página cualquiera y lee: “Nunca he tenido intención precisa en el momento de ponerme a pintar... Prefiero dejar emerger lo que no sé y por ese medio reconocerlo”. Cuando escribió esto ya llevaba cincuenta años pintando (calcula que empezó a los trece), y reconocía una esencia que perduró en toda su obra. “Tal esencia se refiere básicamente a una pura intuición acerca de la presencia de energías en la naturaleza, que poseen un margen de comportamiento infinito, que va desde lo más leve y sutil hasta una potencia casi feroz”. 

En su taller hay banquitos y banquetas, pinceles con marcas de uso y música variada: Astor Piazzolla, Nana Mouskouri, Sabina, Caetano Veloso, Jorge Drexler. Está su viejo caballete de madera oscura. Es el mismo que estaba donde pasó parte de la infancia, el Palacio Sans Souci, en San Fernando, que era de los Alvear, la familia de su madre. Esa raigambre le dio la incómoda tarea de demostrar que no era una señora en su pasatiempo, sino una pintora incansable que ya nadie discute. “No reniego más”, sonríe. El caballete le trae otra imagen mental: el garaje de su casa de Martínez donde trabajaba sobre una alfombra para que sus hijos gatearan alrededor. Y el amigo de toda la vida, Clorindo Testa, sentado en el sillón chester donde Josefina está ahora. “Cloro no hablaba una palabra en toda la visita. Yo le decía que nos juntáramos a callarnos”. En un recorte de revista se ve la casa que le diseñó, La Celeste, que fue punto de encuentro para una generación de creadores. 

Ya no frecuenta vernissages. “Me es más difícil moverme de un lado a otro. No sé por qué y tampoco me quiero sentar a pensarlo”, dispara. Pero sí fue a ver la muestra que el Malba dedicó a su amigo Rogelio Polesello. “Para las mujeres pintoras nos ha sido difícil, pero yo he podido”, dice. Otro gran amigo es el orfebre Carlos Pallarols, también vecino, que está tomando clases de pintura con ella. “Toda la vida trabajó en gris plata, y el gris necesita una complicidad”, explica Robirosa. 

En el departamento contiguo tiene obras de toda su vida, donde las constantes son la energía y la naturaleza. En su trayectoria pasó por períodos de planos superpuestos y simetrías, cuadrículas y progresiones, se sumergió en larga etapa de árboles y bosques, y volvió a una geometría mística, con figuras. Hay una serie que es homenaje a Luis Felipe Noé de 1982. “Yuyo siempre dice que la pintura es línea. Pero yo pienso que es luces y sombras, y por eso hice estos árboles que están hechos de matices”, explica. Hay al lado un dibujo que le hizo Noé, donde una figura pinta con una mano y toca el piano con la otra. “Para Josefina, música y letras”, le dedicó. “Este cuadro es para mí. La hice para mí”, dice cuando encuentra una gran luna. “¡He pintado tanto!”, suspira. Lo sigue haciendo todos los días. Ahora está trabajando en un entramado de matices celestes: vibraciones cromáticas, cielo o una ventana a otra dimensión. Emergen o bailan ahí unos perritos. Al lado hay fotos de varios modelos de cuatro patas. 

El arte despierta nuestra percepción de la realidad en la acepción más profunda y más vasta que podemos imaginar. Es un lenguaje o un medio para iniciar un viaje”, se lee en otro papel amarillento. Siempre está en estado de búsqueda espiritual. La meditación y la apertura a canales de energía la ayudaron a superar crisis, dolencias y desesperanzas, durante buena parte de su vida. Ahora sorprende con una pintura del Papa. “Fue rarísimo, yo tenía un fondo, como siempre. Empiezo por ahí. Y cuando nombraron a Francisco, lo pinté. Yo estoy abierta a todo”, dice. Con ojos pícaros mete la mano debajo de la mesa ratona y saca un libro de astrología. El señalador está en Géminis y Robirosa se ríe a carcajadas: “Tengo un escepticismo...”. También está leyendo El poder del ahora, de Eckhart Tolle. 

Es tan larga mi vida... ¡tan larga! Empecé muy joven. A los diecisiete años me casé. A los diecinueve ya tenía a mis dos hijos...”, suspira. Encuentra poemas escritos en las tardes en que la dejaban ir al río con amigos y se le agolpaban las pasiones. O quizás estos versos fueron dedicados a alguno de sus dos maridos, el sociólogo José Enrique Miguens y el escultor Jorge Michel: Quiero como el agua / como la inquietud / y la paz / y un incendio. / Quiero como la fruta / al sol, hinchada. / Quiero como si bajo mis dedos / tuviera la piel del mundo / con las manos rotas / los ojos mojados [...]. “Ese amor todavía no llegó”, resuelve. Robirosa sobrelleva con humor las lagunas de los recuerdos que la desconciertan. En su risa, en su mirada, hay inteligencia aun para olvidar. 

 

BIO. Josefina Robirosa (1932-2022) fue pintora, muralista y dibujante, nacida en Buenos Aires, Argentina, en 1932. Estudió pintura con Héctor Basaldúa y Elisabeth von Rendell. Expone desde 1957 y formó parte del Di Tella en los 60. Ha realizado murales en edificios públicos, en dos estaciones de subte en Buenos Aires y en la estación Argentina del Metro en París, y sus obras figuran en el Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires, Museo de Arte Moderno de Buenos Aires y Museo Genaro Pérez de Córdoba. Y en las colecciones ITT, de Nueva York; Albright Knox, Búfalo; Neiman Marcus y Chase, Manhattan, Estados Unidos, y Thyssen en Suiza. En 1997 tuvo una retrospectiva en el Museo Nacional de Bellas Artes y en 2001, en la Sala Cronopios del Centro Cultural Recoleta. Durante ocho años fue directora del Fondo Nacional de las Artes y miembro de la Academia Nacional de Bellas Artes. En 2012 mereció el Konex Mención Especial a la Trayectoria en Artes Visuales. 

 

 

 

 

 

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