Obelisco de Buenos Aires, de Alberto Prebisch

Postal y emblema máximo de la Ciudad de Buenos Aires, es el epicentro nacional de los grandes festejos masivos de la historia del país durante casi un siglo.
Por Martín Sassone

 

El Obelisco es a Buenos Aires lo que la Torre Eiffel es a París, la estatua de la Libertad a Nueva York y el Cristo Redentor a Río de Janeiro. Son obras arquitectónicas que sintetizan el espíritu de una ciudad. Son parte de su imagen, de su idiosincrasia y de su historia. No hay Buenos Aires sin Obelisco, como no hay Río sin Cristo. Aparecen en las postales y en la mente de cada habitante o turista. ¿Quién puede imaginar a París sin su torre metálica? Nadie. Nueva York sin su estatua, por más que esté en una pequeña isla, no sería la misma. Son obras que las definen como ciudades en todo sentido.

La selección argentina se consagró campeón del Mundial de Qatar 2022 y el Obelisco fue el epicentro de los festejos. Miles y miles de hinchas se juntaron a su alrededor. Coparon la Avenida 9 de Julio, la Avenida Corrientes y las demás calles adyacentes. Su enorme y esbelta estructura quedó flotando sobre un mar de almas felices. Otra vez, testigo privilegiado de la máxima alegría popular.

En el Antiguo Egipto, los obeliscos eran símbolos del poder del faraón y servían como fetiches para honrar al dios del sol Atum. Se erigían para marcar victorias importantes o la apertura de un templo, o para celebrar una coronación u otro evento importante. En el mundo existen decenas de obeliscos. En Washington, París y Roma se encuentran algunos de los más conocidos.

El Obelisco nuestro tiene también su historia: se inauguró el 23 de mayo de 1936 como homenaje al cuarto centenario de la primera fundación de Buenos Aires y se construyó en apenas 31 días. El monumento, obra del arquitecto Alberto Prebisch, uno de los principales exponentes del modernismo argentino, fue emplazado en el mismo lugar donde estaba instalada la iglesia de San Nicolás de Bari, en cuya cúpula fue izada por primera vez en la ciudad la bandera nacional.

La decisión de construir el Obelisco fue muy cuestionada en su momento. Pero el por entonces intendente porteño, Mariano de Vedia y Mitre, quien había sido designado por el presidente Agustín P. Justo, avanzó con el plan de modernización de la ciudad, que además incluía el ensanchamiento de la Avenida Corrientes, la apertura de la 9 de Julio y la construcción de la Plaza de la República. Los porteños tardaron años en aceptarlo. Al principio lo llamaban estaca o punzón e incluso en 1939 el Congreso aprobó un proyecto para demolerlo, que finalmente fue vetado.

De acuerdo con la descripción oficial del Gobierno porteño, tiene una altura “de 67,5 metros y una base de 6,8 metros por lado, tiene una única puerta de entrada (mirando hacia la Avenida Corrientes en dirección oeste), detrás de la cual hay una escalera marinera de 206 escalones, con 7 descansos, que lleva a la cúspide. Allí arriba existe un mirador con cuatro ventanas, visibles desde la calle, con una panorámica única de la ciudad”. Se corona con un pararrayos en la punta de su figura.

La celebración por la Copa del Mundo en Qatar fue el último gran protagónico del Obelisco, pero ciertamente no fue el primero ni mucho menos el último. Tampoco fueron todas buenas. Fue testigo de la violencia y la represión policial en un sinfín de ocasiones, en medio de justificadas protestas o por festejos que pasaron el umbral de la alegría para transformarse en situaciones caóticas. También fue intervenido en varias ocasiones con fines artísticos o conmemorativos. Y ahí seguirá firme, con sus más de ochenta años, en el centro de nuestras vidas y nuestra historia.    

 

 

 

 

 

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