El nombre Emilio Pettoruti pertenece por derecho propio a las filas del cubismo. Son decenas las obras que el pintor nacido en La Plata (1892) concibió bajo las premisas de un movimiento cuyo propósito consistía en desarticular el naturalismo pictórico para exponer los distintos puntos de vista que surgen al representar el objeto en cuestión (un objeto cuestionado; cuestionado él mismo, en particular, y su representación, en general). El cubismo, gracias a la prepotencia de la forma (triángulos, esferas, cilindros, cubos) y la fragmentación de la línea, remarca el carácter perspectivístico de la mirada logrando que el espectador descubra la ilusión más elemental de la pintura figurativa: el cuadro ventana, la trampa de las tres dimensiones plasmadas en una superficie plana.
El collage es otra de las fuentes de Pettoruti. En el libro Marcel Duchamp y los restos del ready-made, Horacio Zavala rastrea en el collage el origen del ready-made. Si el collage supone introducir en la obra de arte un fragmento determinado de la realidad, el ready-made es la incorporación de un objeto “completo” en un espacio destinado originariamente a la obra de arte. Zabala, rápido de reflejos, se encarga de tensionar la dialéctica entre la parte y el todo: una porción de la realidad aspira a ser el todo del arte.
Ready-mades de Marcel Duchamp.
El collage lo inventó Pablo Picasso en 1912 con Naturaleza muerta con silla de rejilla e hizo trastabillar a los viejos apólogos. Era la primera vez que materia no convencional, no perteneciente al campo artístico, se introducía al campo del arte. Desde ese momento se blanqueó la verdadera preocupación de los artistas (velada durante siglos por la sobreabundancia de figuración): concentrarse en la materialidad, al mismo tiempo que renacía el sueño de Leonardo Da Vinci de concebir (practicar) el arte como “cosa mentale”. Son paradojas. La obra en sí comienza a perder consistencia en favor de la materialidad y de los procesos. Era el final de una época. Se abría una caja de Pandora cuyos efectos continúan operativos en 2024: el espectador deberá informarse respecto de la experiencia artística, lo que trajo arduos debates y complicaciones memorables (1).
Naturaleza muerta con silla de rejilla, de Pablo Picasso (1912).
En el medio de este huracán llamado vanguardia se lanza en Italia otro movimiento drástico, dramático. Viajemos a febrero de 1909, sale al combate el Manifiesto futurista, redactado por Fillippo Tomasso Marinetti. Con una prosa recalcitrante el escritor expone los pilares sobre los cuales descansará (es un simple decir) el nuevo movimiento. Algunas de sus ¿desafortunadas? afirmaciones son célebres e incómodas (punto IV del manifiesto):
Nosotros afirmamos que la magnificencia del mundo se ha enriquecido de una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un automóvil de carreras, con su radiador adornado de gruesos tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo... un automóvil que ruge, que parece correr sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia.
¿Qué diría Marinetti sobre los discursos consensuales? ¿No son los consensos responsables de cierta domesticación del arte? ¿La falta de “coraje, audacia, rebelión”, no marca el amesetamiento actual? ¿Se entiende? ¿Se entiende o no se entiende? Bajo ninguna circunstancia busco descalificar el arte contemporáneo, las prácticas vinculares o afectivas, pero el imperio de la corrección política, junto al consenso encubridor, han teñido el presente artístico de una esterilidad sospechosa, impensable en las primeras décadas del siglo XX.
De estas aguas dulcemente turbias bebe Pettoruti. A lo mejor estoy confundido, pero en una visita guiada en el Museo Nacional de Bellas Artes, se sugería en la lectura de El sifón (1915) una posición crítica frente a la guerra. Insisto, probablemente esté equivocado, pero el recuerdo vuelve a la carga. La guía del museo desplegaba un Pettoruti antibélico, soldado de la paz y la buena conciencia. Sin embargo la realidad efectiva es absolutamente opuesta.
El sifón, de Emilio Pettoruti (1915), Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires.
En El sifón detectamos la amalgama de las tres vanguardias: inclusión de materiales cotidianos, deconstrucción del punto de vista y un mensaje, guerrero, belicoso, aupado por los recortes de la revista LACERBA (brazo intelectual del futurismo). Si forzamos la imaginación veremos en la obra engranajes, máquinas, artefactos; la cabeza del sifón podría confundirse con un robot o un autómata y la copa emite una luz teatral (2) que destaca el nombre de la revista.
El contexto en el que Pettoruti confecciona la obra es el de los inicios de la Primera Guerra Mundial, “La Grande Guerra” había empezado dos meses antes. Guerra atroz, de trincheras, cuerpo a cuerpo, faltarían veinte años para que los hombres se decidieran a matar a distancia.
Todos los indicios nos permiten concluir que Pettoruti privilegia la mirada futurista de la vida, de lo contrario no ubicaría casi en primer plano el nombre de la revista originaria de Florencia, LACERBA, que por un efecto óptico, por la similitudes en la parte superior de la tipografía de la RB, se confunde perfectamente con LA GUERRA.
Revista LACERBA (1913).
Entre los recortes se lee “APPE” (LLO), la apelación, el llamado “a los italianos inteligentes” para doblegar al rebaño y emprender la vía regia de la VIOLENCIA (escrita en negrita y en mayúsculas en el original). Un llamado a la violencia contra las fuerzas reactivas de una Italia anémica, anímicamente devaluada. Otro mensaje inequívoco en la obra es “Per la guerra. Il trionfo della merda”, destinado a los socialistas y a los católicos, cultores de la Italia neutral. Para felicidad del capo del futurismo, en mayo de 1915 el país ingresaría al conflicto armado. Pettoruti (¿queda alguna duda?) respira aires de guerra. En El sifón nada hay de pacifismo, el appello es contra la paz, los consensos, las costumbres rancias.
Resulta un tema delicado de tratar en los tiempos que corren, pero si logramos comprender que las relaciones humanas están atravesadas irremediablemente por la violencia, el futurismo perdería, al menos en parte, su unívoca connotación fascista (3).
Como se ve, en aquellos años no era sencillo separar arte y política. No solamente pensando en los artistas de armas tomar, comprometidos con el cambio revolucionario (esto vendría después), sino en el sentido del arte político, un arte dispuesto a indagar sobre los presupuestos del arte, a impugnar los modos de representación y la historia que lo cobijó, a desestructurar la mirada de un público ávido de novedades.
En una entrevista de 1970 (Pettoruti falleció en 1971) que figura en el catálogo de la muestra realizada en el Museo Nacional de Bellas Artes en 1985, Pettoruti toca una fibra vital de la práctica artística. El arte se beneficia con los obstáculos (4), frente a las adversidades los artistas cobran bríos impensados, nada más contrario al arte que los contextos propicios. Esto lo sabía Pettoruti, por eso el recuerdo compartido en su vejez podría leerse como manifiesto (¿se volverán a poner de moda los manifiestos?): “Yo tenía una facilidad enorme para pintar, y esa facilidad es la que ha matado a mucha gente y me hubiese matado a mi también”.
1. La tesis básica de “El arte contemporáneo y la incomodidad del público”, de Leo Steimberg apunta a los artistas como los principales agentes de resistencia frente a los cambios propuestos por otros artistas: “Siempre que aparece un arte verdaderamente novedoso y original, los primeros en denunciarlo, los más ruidosos, son los propios artistas. No es de extrañar, porque son los más comprometidos. Ningún crítico, ningún burgués indignado puede igualar el repudio apasionado de un artista”.
2. La última línea del Manifiesto cubista, escrito por Guillaume Appollinaire dice: “Amo el arte contemporáneo porque amo, sobre todo, la luz; todos los hombres la aman por encima de todas las cosas: por ello inventaron el fuego”.
3. Habría que apuntar, para no desentenderse de los temas urticantes, que Marinetti alude con desprecio a la mujer y luego levanta la apuesta: “…queremos demoler los museos, las bibliotecas, combatir el moralismo, el feminismo y todas las cobardías oportunistas y utilitarias”.
4. En El tercer hombre, el personaje de Orson Welles le explica a Joseph Cotten: "En Italia, en 30 años de dominación de los Borgia no hubo más que terror, guerras y matanzas, pero surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron 500 años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? El reloj de cuco".