Prefiero esperar la generación que ha de venir,
la que hará en el retrato lo que Claude Monet hace en el paisaje […]
Vincent van Gogh
El 27 de julio de 1890 un estruendo altera la vida campesina de Auvers-sur-Oise. Minutos después van Gogh llega con una herida en el pecho a la posada Ravoux. Con sus últimas fuerzas se tambalea hasta su habitación. Luego de dos días de agonía muere tomado de la mano de su adorado hermano Theo. Al morir, el artista neerlandés dejó una vastísima producción que supera las 2000 obras, sin contar estudios previos o distintas versiones de un mismo tema. Hay registradas más de 850 pinturas y casi 1300 obras en papel. No puede dejarse de lado su profusa escritura epistolar, se conocen más de 800 cartas, muchas con dibujos y bocetos. Lo más asombroso es que la prolífica producción que se conoce de van Gogh fue realizada en un lapso de tiempo no mayor a 10 años.
Autorretrato con oreja cortada, 1889. The Courtauld Gallery, Londres.
Vincent van Gogh (1853–1890) nació en Zundert, Holanda, en una familia de clase media. Era hijo de un pastor protestante, lo que le impulsó inicialmente a seguir sus pasos. Si bien tempranamente demostró habilidad para el dibujo, seguir una formación artística no fue la opción inicial. Su primer trabajo fue en una galería de arte que al poco tiempo abandonó. Siempre sintió una gran conexión con la gente humilde, sobre todo los campesinos, a quienes admiraba y respetaba por su dura labor, en estrecha vinculación con la naturaleza. En 1879, a los veintiséis años, decidió irse de su casa natal como misionero a Borinage, una región minera al suroeste de Bélgica. Allí comenzó a hacer los primeros bocetos y dibujos, representando a la comunidad local e hizo su primera gran obra, Los comedores de papas (1885), en la que ya puede verse la gran influencia del realismo de Jean-François Millet. Esta composición de colores terrosos y sombríos representa una familia alrededor de una mesa, cenando. La luz apenas baña los rostros y elementos principales, pero es suficiente para ver el duro contexto en el que viven.
Los comedores de papas, 1885. Van Gogh Museum, Amsterdam.
Los estudios preparatorios de esta obra fueron de los primeros reflejados en las misivas que enviaba con gran frecuencia a Theo; una práctica que ambos hermanos sostendrán a lo largo de toda la vida. En la carta fechada el 9 de abril de 1885 puede leerse: “Aquí te dejo dos borradores después de un par de estudios que hice, mientras sigo trabajando en esos campesinos alrededor de un plato de papas […] La pinté en un lienzo bastante grande, y tal como está el boceto, creo que tiene vida […] en mi situación actual, veo una oportunidad de dar una impresión sentida de lo que veo. No siempre de forma literal y exacta, o mejor dicho, nunca exacta, pues uno ve la naturaleza a través de su propio temperamento”. En las líneas que siguen el artista recomienda a su hermano ir conservando todos los bocetos, y dirá casi de manera premonitoria, tal vez algún día, cuando se haga famoso, alguien los podría comprar, e inclusive hacer una colección con ellos. En este temprano intercambio epistolar puede comprenderse con certeza que van Gogh tenía muy claras las ideas sobre su práctica, y plena consciencia de que quizás su obra sería vista como un gran legado para las generaciones futuras.
Sus años en París (1886–1888)
Una vez tomada la decisión de dedicarse de lleno al arte, y gracias a la ayuda financiera que Theo está dispuesto brindarle, en marzo de 1886 Vincent llega a París. Como él mismo revela en muchos de sus escritos este fue un momento bisagra en su vida, y su producción artística da un gran vuelco. Una mirada renovada, nuevas temáticas y nuevos colores comienzan a aparecer en sus pinturas. Recién llegado puede ver el 8º Salón de los Independientes –organizados anualmente por los impresionistas desde 1874-, que marcará el surgimiento del neoimpresionismo, con Georges Seurat a la cabeza, quien presentó su icónica obra Una tarde de domingo en La Grande Jatte. En este período, se instala con Theo y su cuñada en Montmartre, epicentro de la vida artística y la bohemia parisina.
Esta etapa fue crucial para la evolución estética de van Gogh, y le posibilitó consolidar su formación como artista moderno. Asistió por tres meses al atelier de Fernand Cormon, donde entabló una estrecha relación con Henri de Toulouse-Lautrec y con Émile Bernard, a quien también comenzó a escribir con regularidad. Cormon fue un gran pedagogo, y si bien era un pintor academicista por su taller pasaron muchos artistas que luego cultivaron la pintura moderna. En este contexto y en contacto con sus jóvenes colegas, comenzó a distanciarse de los temas campesinos que lo habían ocupado en su etapa neerlandesa, a excepción de una serie dedicada a zapatos de campesinos. Casi como una conclusión de este período temprano, entre septiembre y noviembre de 1886 pinta Zapatos. Sobre esta magnífica pintura Frederic Jameson sostiene que van Gogh a través de una imagen tan simple, pero potente y evocativa, logra revelar todo el mundo que rodea y contiene a ese humilde y gastado calzado. Sin dar demasiados detalles de ese contexto, magistralmente logra que nuestra imaginación haga la tarea, hasta podemos oler esa apesadumbrada atmósfera. Y, citando a Heidegger, Jameson agrega: “En ellos, […] vibra el silente llamado de la tierra, su quieto regalo de maíz que madura y su enigmática auto-negación en la estéril desolación del campo invernal”.
Zapatos, 1886. Van Gogh Museum, Amsterdam.
Gracias a su profesión como marchand, y al trabajo en la galería Goupil, Theo posibilitará que Vincent tome contacto con artistas y personalidades del ámbito cultural. Es así como conoce a figuras claves del movimiento impresionista como Camille Pissarro, Paul Signac y al entonces poco conocido Paul Gauguin. Con ellos compartió cafés, caminatas y excursiones por los alrededores de París, como Asnières, donde pintaron juntos al aire libre. En este ambiente absorbió los principales aportes del arte moderno como la luminosidad y la pincelada vibrante del impresionismo, la fragmentación cromática del puntillismo, y el uso decorativo del color plano típico de la estampa japonesa. Asimismo, en esos años, van Gogh se interiorizó en las teorías cromáticas de Delacroix y perfeccionó el uso de contrastes complementarios, hasta que “la composición y la aplicación del color dejaron de ser pronto un acto reflexionado, convirtiéndose en un gesto espontáneo ante el lienzo”, en palabras de Ingo F. Walther. El arte, lejos de lo académico, se convirtió en su razón de vivir, y París fue el escenario donde su transformación estética se consolidó. Como él mismo escribió en 1887 a su amigo H. M. Levens: “No hay otra cosa que París, y por difícil que la vida pueda ser aquí, aunque fuera peor y más dura, el aire francés limpia el cerebro y hace bien, muchísimo bien”.
El Moulin de la Galette
En línea con estos pensamientos, entre las obras que dan un cabal testimonio del impacto que la ciudad luz causa en nuestro pintor, destaca Le Moulin de la Galette (1886–87), obra perteneciente al Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires, y que es parte de una importante serie de vistas parisinas. Ocupando casi la totalidad del lienzo puede verse la vibrante imagen del Blute-Fin, uno de los dos molinos de Montmartre asociados al célebre café-concert retratado ya diez años antes por Renoir. El artista lo representa adoptando un punto de vista bastante particular, con la parte trasera del establecimiento en primer plano, y desde una perspectiva baja, lo que contribuye a destacar ese cielo luminoso, y logra captar con gran frescura el espíritu del barrio que habitaba y recorría en búsqueda de nuevas experiencias. Aunque ya en Amberes había comenzado a aclarar su paleta bajo la influencia de Rubens, fue en Montmartre donde definitivamente van Gogh adoptó una atmósfera más liviana y libre para su producción.
Le Moulin de la Galette, 1886-87. Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires.
El óleo se caracteriza por una gran luminosidad y homogeneidad cromática, realizado a partir de pinceladas sueltas y vivaces donde predominan delicadas tonalidades azules y blancas en el cielo. En el ángulo inferior derecho de la composición, debajo de la gran estructura de madera también construida a partir de pinceladas arquitectónicas, puede verse una pareja vestida humildemente. Estos personajes no solo ayudan a comprender la escala del enorme molino, sino que introducen de manera sutil una dimensión social, tan característica en su obra. Retama en lo alto la bandera tricolor que flamea con fuerza en el viento, y que puede relacionarse con la efervescencia que sentía Vincent en su país adoptivo. El Moulin de la Galette revela el optimismo con que se encamina en su nueva búsqueda artística, y lo ayuda a avanzar en la formulación de conceptos plásticos más experimentales que se profundizará en las etapas siguientes.
Madurez creativa: Arlés (1888 – 1889)
El 20 de febrero de 1888, Vincent van Gogh emprendió un viaje en tren hacia Arlés, en el sur de Francia en búsqueda de una luz más clara e intensa, y estar en mayor contacto con la naturaleza, pero sobre todo, de un nuevo comienzo. Si bien en sus escritos nunca manifestó clara y abiertamente el por qué de la elección de este destino, es posible que tuviera que ver con que sus ya notorios episodios de desestabilización emocional comenzaron a ser más fuertes y seguidos, lo que pudo haber deteriorado un poco el vínculo con su hermano. En sus cartas sólo manifestó querer huir de la “triste melancolía del invierno parisino”. Sea por los motivos que fuera aquí comienza la etapa de mayor consolidación y madurez artística.
En Arlés van Gogh no sólo buscaba nuevos temas e inspiración, anhelaba también crear un "taller del sur", una colonia o comunidad de artistas con los que compartir trabajo e ideas, a la luz de otras experiencias similares como la de Barbizon. En este apacible poblado desarrolló un lenguaje pictórico radicalmente expresivo, con obras emblemáticas como La casa amarilla, La habitación, El sembrador y El árbol de durazno rosa . A poco de su llegada escribió a su hermana Wilhelmina: “Aquí no me hace falta para nada el arte japonés, pues me hago la ilusión de estar en Japón y sólo necesito abrir los ojos y absorber lo que hay ante mí”. Este nuevo entorno lo llevó a pintar motivos típicamente japoneses, pero a partir de su observación directa, ya no mediada por las estampas de estampas de Hiroshige que tanto lo inspiraban en París. En El árbol de durazno rosa (1888), celebró no sólo la inminente primavera, sino también esa reconfortante sensación de encontrar el lejano Oriente en el paisaje provenzal.
El árbol de durazno rosa, 1888. Van Gogh Museum, Amsterdam.
En este prolífico período de su vida, el neerlandés logró llevar la autonomía del color a su máxima expresión. Si bien seguía los principios y teorías coloristas de su admirado Delacroix, pronto logró superarlo y desarrollar ideas propias, donde el color se emancipa de la representación objetiva. Al respecto, Ingo F.Walther sostiene: “Un amarillo intenso o un rojo fuerte ya no tienen la misión de representar una imagen. El color es ahora el único soporte de la expresión individual y de la idea de la realidad tal y como está concebida en la psique del pintor”. El color dejará de imitar el mundo visible para convertirse en vehículo directo de la emoción, de este modo van Gogh abrió un camino nuevo en la historia del arte moderno.
“Flores” para Gaugin o Los Girasoles de van Gogh
Otro hito que marca esta etapa productiva es el conocido y conflictivo vínculo que mantuvo con Paul Gauguin, quien se instaló con él durante unos meses. Las tensiones crecientes entre ambos culminaron en diciembre de 1888 con una crisis mental de van Gogh, durante la cual se autolesiona cortando parte de una oreja. Este episodio quedó registrado en Autorretrato con la oreja cortada (1889), donde aparece con la cabeza vendada, envuelto en una atmósfera de dolor, pero también con un semblante estoico. Antes de la llegada de su “amigo” y colega, justamente para agasajarlo por haber aceptado la invitación para comenzar la utopía de la aldea artística juntos, Vincent pintó una profusa serie de girasoles, sin dudas, una de las más emblemáticas de la historia del arte. Entre 1888 y 1889 realizó cinco grandes lienzos con girasoles en un jarrón, utilizando únicamente tres tonos de amarillo “y nada más”, como manifiesta en sus cartas. Con esta audaz propuesta de restricción cromática demostró que era posible lograr una imagen vibrante y compleja con un solo color dominante.
Girasoles, 1889. Van Gogh Museum, Amsterdam.
Para el artista según explicó en sus cartas los girasoles transmitían “gratitud”, es por eso que colgó las dos primeras versiones en la habitación de Gauguin como gesto de bienvenida. El propio Gauguin retratará a su colega pintando las emblemáticas pinturas. Van Gogh realizó una nueva versión durante la convivencia, y finalmente pintó otras dos copias. Una de ellas se encuentra hoy en el Museo van Gogh de Ámsterdam. Con esta serie no solo queda en evidencia la maestría técnica que logró desarrollar, sino también la intensidad de sus vínculos afectivos y su ideal de la pintura como lenguaje íntimo. Girasoles, más que una naturaleza muerta, es un retrato emocional, un gesto hacia la amistad, la belleza, y la búsqueda de luz en medio de la fragilidad. Junto con otras obras de este período, los girasoles dan cuenta del esplendor expresivo de van Gogh, justo antes de un nuevo colapso que lo llevaría, poco después, al aislamiento en Saint-Rémy.
Últimos años y legado
Tras otra grave crisis mental, en mayo de 1889, Vincent van Gogh decidió internarse voluntariamente en el asilo de Saint-Rémy-de-Provence, en Arlés. Y lejos de dejar de trabajar, por el contrario, allí produjo algunas de sus obras más representativas como La noche estrellada (1889), actualmente perteneciente a la colección del MoMA. Icónica composición en la que las arremolinadas pinceladas transmiten la vibrante y tumultuosa emoción desbordada del artista. Su estilo, para esta época ya había evolucionado hacia una expresividad absoluta donde el color se volvía símbolo, la pincelada giraba en espirales o trazos rítmicos, y cada pintura era una visión de su interior.
La noche estrellada, 1889. Museum of Modern Art (MoMA), Nueva York.
Al siguiente año, en mayo se traslada a un pequeño pueblito a 30 km de París, Auvers-sur-Oise. Allí estará al cuidado del Doctor Paul Gachet, médico homeópata y psiquiatra, quien conoció a Vincent a través de Theo. Rápidamente establecieron una gran conexión por compartir una visión semejante del arte. Gachet pintaba como pasatiempo y brindó, asimismo, apoyo a varios artistas como Pissarro y Cézanne. En este último tramo de vida, van Gogh trabajó frenéticamente, en solo dos meses realizó más de 70 obras, algunas tan emblemáticas como Campo de trigo con cuervos o La iglesia de Auvers-sur-Oise, en las cuales se percibe una gran intensidad emocional.
La iglesia de Auvers-sur-Oise, 1890. Musée d'Orsay, París.
El 27 de julio de 1890, van Gogh se disparó en el pecho y murió dos días más tarde, a los 37 años. La conexión fraternal era tan profunda que sólo 180 días después de la muerte de Vincent –tras meses de padecimientos y agonía- Theo falleció el 25 de enero de 1891. Siguiendo el deseo de ambos, hoy en la que fuera la última morada del pintor, descansan juntos.
A la muerte de los dos hermanos, Johanna van Gogh-Bonger fue una figura fundamental en la difusión del legado de su cuñado. Conservó y promovió su obra, organizó exposiciones y publicó su correspondencia. Y, aunque Vincent no fue un teórico en sentido estricto, sus cartas son una fuente invaluable para comprender su pensamiento artístico. En ellas reflexiona sobre el color, la composición, la naturaleza humana y la función del arte, influido por autores como Zola, Maupassant, y pintores como Delacroix, Millet y Rembrandt. Las Cartas a Theo, publicadas en 1914 por la viuda de su hermano, revelan también su profunda capacidad intelectual y su aguda sensibilidad. No por nada eligió comunicarse en francés, tal vez pensaba que de ese modo su visión del arte y el mundo podría llegar a más gente, trascender en el tiempo, y calar más profundo en el futuro. Su sobrino, Vincent Willem van Gogh, fundó en 1962 la Fundación van Gogh, que dio origen al actual Museo van Gogh de Ámsterdam.
Si bien en vida fue prácticamente desconocido y logró vender sólo una obra (La viña roja, 1888), las acciones llevadas adelante por esta valiente mujer y otros colegas, hicieron que van Gogh fuera redescubierto y revalorizado. Su estilo audaz, único y personal fue una referencia absoluta para movimientos como el expresionismo alemán (Die Brücke, Der Blaue Reiter), y anticipó muchas de las búsquedas plásticas de los movimientos más importantes del siglo XX. Su figura se convirtió en todo un emblema del artista moderno, marginal, incomprendido, sensible, y visionario. Van Gogh transformó la concepción misma de pintura, apartándose de la mímesis para convertirla en un lenguaje propio del alma. Su legado aún perdura y cobra cada vez más relevancia. Como afirma el historiador de arte Meyer Schapiro, van Gogh fue “uno de los primeros en pintar no lo que ve, sino lo que siente que ve”.