Toulouse-Lautrec: el cronista nocturno de Montmartre

El pintor postimpresionista fue también un pionero del diseño y la cartelería moderna. Auténtico testigo de la belle époque, retrató como ninguno la bohemia parisina de fines del siglo XIX.
Por Luciana García Belbey

 

Si fuera posible viajar en el tiempo y poder visitar Montmartre en el clímax de la belle époque seguramente encontraríamos en sus cabarets y prostíbulos más notables a Henri Marie Raymond de Toulouse-Lautrec-Monfa (1864–1901). Tal es el nombre completo de uno de los pintores postimpresionistas más innovadores de su generación. 

Nacido en Albi, en la aristocrática familia de los Condes de Toulouse, sus padres aún cultivaban una larga tradición de consanguinidad, ya que eran primos hermanos. Este hecho le provocó una serie de complicaciones médicas, sobre todo una marcada debilidad ósea. A los 14 y 15 años, respectivamente, sufrió dos fracturas en sus fémures y como resultado sus piernas no se desarrollaron plenamente, por lo que llegó a medir solo 1,52 m. En cambio, el tronco y los miembros superiores de su cuerpo sí alcanzaron un completo desarrollo. Se cree que esta fisonomía tan particular y distintiva fue una de las razones por las que decidió marcharse de su pueblo natal, donde era señalado, para perderse en la multitud parisina.

 

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Foto de Toulouse-Lautrec por Paul Sescau (1894).

 

A muy corta edad aprendió dibujo con su padre y su abuelo, y pronto manifestó una gran destreza con el trazo y la línea, mayormente a la hora de representar figuras y animales en movimiento. Los caballos lo fascinaron desde muy pequeño, de hecho su primera quebradura se produjo en un accidente mientras cabalgaba. Para esa época ya había realizado sus primeras obras de temática ecuestre, seguramente también influido por quien entonces era su maestro: René Princeteau, artista reconocido por sus escenas de caza y amigo de su padre, otro fanático del tema. La pasión por los caballos lo acompañó toda su vida, aunque solo como espectador, tras su primer accidente jamás pudo volver a montar. 

Una vez instalado en París, hacia 1882, frecuentó tanto carreras ecuestres como espectáculos circenses, para poder seguir de cerca su pasión. Son muchas sus obras donde estos majestuosos animales son protagonistas, como en El Conde Alphonse de Toulouse-Lautrec-Monfa conduciendo su carruaje en Niza (1881), en Los jockeys (1882), o en Escena de circo (1888). También ocupan una importante porción de lienzo en el óleo perteneciente al Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires: En observation - M. Fabre, Officier de reserve (1891). 

 

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En el circo Fernando, escena ecuestre, 1888. Óleo sobre tela, 98 x 161 cm. Art Institute of Chicago.

 

Las escenas ecuestres nos permiten trazar, prácticamente desde el inicio, un gran hilo conductor en toda su producción, con un marcado interés por retratar la intensidad de la vida y en consecuencia, el movimiento. No por nada la gran vivacidad y agilidad de sus trazos así como su decidida impronta son sus sellos más característicos. Esta obsesión por retratar el movimiento se ve con claridad en todas sus obras donde abundan escenas de la vida bohemia, la nocturnidad, los bailes, la música, los espectáculos, los prostíbulos y los café concert. 

 

Cronista visual de la época

En 1882, con apenas 18 años, llega a París. Rápidamente se establece en el barrio más bohemio de la ciudad: Montmartre, verdadero epicentro de la diversión, la experimentación y la vida nocturna en el fin du siècle. Ahí, junto a un buen amigo suyo, René Grenier, exploran la nocturnidad de “la colina”, visitando cada noche un cabaret distinto. De aquí en más comenzará un camino de ida hacia el alcoholismo, que, sumado a la sífilis que contrajo al poco tiempo, lo llevarán a sufrir, hacia el final de sus días, fuertes episodios de delirium tremens, y a provocar grandes deterioros de salud, cuyo desenlace será una muerte prematura a los 36 años, en los albores del nuevo siglo. 

Gracias a François Gauzi y a otros compañeros de estudio se irá incorporando a la escena artística. En el atelier de Ferdinand Cormon, conocerá también a Émile Bernard y a Vincent van Gogh, ambos inmortalizados por Lautrec, en 1885 y 1887, respectivamente. Obras que prueban que para esta época ya era un destacado retratista. Su paso por el estudio del destacado maestro académico le permitió tener una mayor compresión de la anatomía y la figura humana, así como a consolidar y afianzar sus trazos, también a observar la realidad y a traducir sus ideas al lenguaje plástico. También generará un estrecho vínculo con Félix Vallotton, con quien comparte el gusto por trabajar con planos de colores vibrantes. 

Otra gran amistad que dejará huella en la historia del arte, será la que traba con la también artista Suzanne Valadon. Fue justamente Toulouse Lautrec quien le sugirió cambiar su verdadero nombre por uno más corto, y también logró ponerla en contacto con Edgar Degas. Al poco tiempo de conocerse, Suzanne se convirtió también en su amante. Además de artista era modelo, por lo que quedará perpetuada en varias obras como: La lavandera (1884), La resaca (1888), o Retrato de Suzanne Valadon, pintora (1885), obra perteneciente al Museo Nacional de Bellas Artes (Buenos Aires).

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La resaca, 1888. Óleo sobre tela, 55 x 47 cm. Harvard Art Museums, Cambridge, MA. EE.UU.

 

Como muchos de sus colegas postimpresionistas, Lautrec se encaminaba a superar los planteamientos estéticos de la pintura impresionista, de allí su adhesión a retratar la realidad a través de la estilización formal y a capturar con gran virtuosismo la psicología de los personajes con los que se topaba en su derrotero diario. A pesar de ello sentía un profundo respeto y admiración por Edgar Degas, a quien conoció en esta época. Con él compartirá el interés por las escenas intimistas protagonizadas por mujeres en poses no convencionales, y en tareas de aseo y acicalamiento cotidiano, constituyendo así uno de los géneros más representados en la modernidad: las toilettes, buen ejemplo de ello es Rousse (La toilette), 1889 o Payaso Cha-U-Kao (1895); o también las escenas de burdel como Salón de la Rue des Moulins (1894). De este maestro impresionista también aprendió técnicas de pintura japonesa, pero por sobre todas las cosas su influencia será notable en la originalidad de sus dinámicos encuadres y complejas composiciones, con una fuerte vinculación con la fotografía.

 

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 Salón de la Rue des Molins, 1894. Óleo sobre tela, 111,5 x 132,5 cm. Museo Toulouse-Lautrec. Albi, Francia.

 

En 1883 Toulouse Lautrec vio una exposición de estampas japonesas y comenzó a coleccionar algunas. La influencia que provocaron en sus obras fue notable, de estas producciones orientales adoptó el empleo de zonas planas de colores fuertes y brillantes, así como el vigoroso contorneado negro, lo que aporta una gran impronta decorativa. También incorporó las composiciones con marcadas diagonales para recrear el sentido espacial y el elevado punto de vista para generar una mayor sensación de profundidad. Quien también lo ayuda a incursionar en la experimentación de la pintura y la estampa japonesa será Pierre Bonnard, apodado justamente el “nabi japonés”, ambos colaborarán con diseños de portada e ilustraciones para la publicación Revue Blanche

 

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Estas experimentaciones gráficas principalmente con la litografía lo llevan a trabajar los diseños para afiches y cartelería que le darán la definitiva consagración. Trabajos de impresión que de por sí requerían un gran sentido de síntesis, ese vocabulario limitado y acotado es propio de este tipo de técnicas, que luego el artista también utilizará con suma potencia expresiva en sus pinturas. De allí también que la importancia de la línea sea su sello característico. Impresionan sus trazos caligráficos que fluyen por la superficie, dado que solía dibujar directamente con el pincel. Su trabajo en gráfica lo convirtió en un hábil delineante. Esto también le permitía luego pasar sus motivos a la litografía con facilidad.

 

Pinturas y afiches al compás del Cancán

Si hay una obra emblemática y representativa de la trayectoria del artista es el gran lienzo que inmortaliza el Baile en el Moulin Rouge (1890), hoy perteneciente al Philadelphia Museum of Art (EEUU) y exhibida por primera vez en el Salón de los Independientes, el mismo año de su creación. Un documento visual de la época y una obra maestra de la composición, con un encuadre excepcionalmente fotográfico, una instantánea plagada de dinamismo. 

Toulouse Lautrec fue uno de los primeros clientes del afamado club nocturno, de hecho comenzó este ambicioso lienzo, poco después de la inauguración del lugar en octubre de 1889. Según se comenta en el análisis de la obra que brinda el museo “Una inscripción manuscrita en el reverso, […], identifica el tema como ‘la formación de las nuevas muchachas por Valentín ‘el deshuesado”. El apodo de este bailarín y coreógrafo, se debía a su extraordinaria flexibilidad, y se lo puede ver en el centro de la pintura frente a una compañera cuyos animados pasos dejan ver sus llamativas medias rojas y enaguas blancas y vaporosas. 

La escena representa un momento de descanso entre actuaciones. Detrás de Valentín, asoma una pelirroja, la bailarina Jane Avril, amiga y musa del pintor. Hacia el fondo aparecen retratados otros amigos de Lautrec como François Gauzi, Marcellin Desboutin y el fotógrafo Paul Sescau. La pieza fue adquirida por los propietarios del lugar y la colgaron por varios años encima de la barra. El vestíbulo del cabaret fue también escenario de algunas de sus primeras exhibiciones.

 

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 Baile en el Moulin Rouge, 1890. Óleo sobre tela, 115,5 x 150 cm. Philadelphia Museum of Art. EE.UU.

 

A partir de entonces inicia un período de extraordinaria productividad. Otro notable lienzo de Lautrec es En el Moulin Rouge (1892), donde el artista se autorretrató junto con varios de sus amigos. Sentados a la mesa están de izquierda a derecha, el escritor Édouard Dujardin, la bailarina La Macarona, los fotógrafos Paul Secau y Maurice Guibert y, de espaldas, Jane Avril. En primer plano a la derecha, una fascinante vista parcial de la bailarina inglesa May Milton, su impactante rostro pálido se ilumina violentamente desde abajo lo que recuerda otra gran obra de Degas: L'Étoile (1878). En el fondo de espaldas la legendaria bailarina del Moulin Rouge, La Goulue. 

 
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 En el Moulin Rouge (1892). Óleo sobre tela, 123 x 141 cm. Art Institute of Chicago. EE.UU.

 

Sin embargo, la obra que le otorgó verdadera fama, notoriedad y sobre todo popularidad es el afiche publicitario Moulin Rouge. La Goulue. Concert. Bal, tout les soirs (1891). La primera pieza gráfica que el artista realiza por pedido del director del cabaret, Monseiur Zidler, con motivo de la inauguración de la temporada. En el centro puede verse en tono gris la silueta de ''Valentín el deshuesado'' y justo por detrás a la célebre “’Goulue (Glotona)”. Destaca como en otras producciones el protagonismo de la línea, la firmeza de los contornos, los colores planos, las siluetas recortadas sobre el fondo, las formas simples y sintéticas, la composición dinámica pero a la vez clara, impactante y brillante, todo lo que una buena publicidad debe tener. 

 

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Moulin Rouge. La Goulue, 1891. Litografía en cuatro colores, 190 x 116.5 cm. Metropolitan Museum of Art, NY. EE.UU.

 

Con esta obra Lautrec revolucionó por completo la típica cartelería victoriana, que consistía básicamente en fusionar distintos tipos y estilos de fuentes, en cambio, Lautrec invierte la carga, concentrando la información en lo visual y fusionándolo magistralmente con lo tipográfico. Asimismo, el artista se encargaba de supervisar el proceso de producción de la impresión, atendiendo a cada detalle. Otros carteles publicitarios para destacar son: Los Embajadores. Aristide Bruant en su cabaret (1892), El diván japonés (1892), y La compañía de Miss Eglantine (1895), entre otros. 

 

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La compañía de Miss Eglantine, 1895. Litografía en tres colores, 62 x 80 cm. Metropolitan Museum of Art, NY. EE.UU.

 

Los treintaiún carteles que Toulouse Lautrec diseñó entre 1891 y 1900 destacan por su solidez compositiva, y su magistral simplificación de la imagen. El modo en que logró fusionar imagen y texto lo convierte sin dudas en uno de los máximos exponentes del diseño y la publicidad en los albores de la modernidad. Esta impresionante producción incluye varios óleos tanto en tela como en cartón, uno de los soportes favoritos del artista así como una profusa producción litográfica que incluye 370 grabados. Todos y cada uno de ellos dejan ver el gran virtuosismo así como la gran expresividad y elegancia de su línea.

Todas estas temáticas transmiten su pasión, su fuego interno, el vértigo y la vorágine en la que vivía. Cada noche salía a disfrutar en compañía de sus colegas artistas, de los bailarines y las coristas, sin privarse de nada, y todo siempre acompañado de grandes dosis de alcohol. Vivir y sentir cada una de estas experiencias es lo que le permitía luego poder replicarlas con una fuerza intempestiva y majestuosa en el lienzo o el papel. Hacía cientos de apuntes y bocetos del natural, in situ para que cada creación fuera un trozo de realidad y poder transmitir como pocos la fugacidad y la instantaneidad de la alocada y ajetreada efervescencia de Montmartre, su lugar en el mundo.

 

 

 

 

 

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