Durante el siglo XVII los artistas del barroco, y principalmente los holandeses que se pasaron la vida pintando sobre un mismo tema, terminaron demostrando que el tema en sí era algo secundario, que servía como excusa para demostrar otras habilidades en la técnica y las formas. El más destacado de estos artistas apareció poco tiempo después de Rembrandt.
Jan Vermeer van Delft nació en 1632 y falleció en 1675 a los cuarenta y tres años. Apenas hay datos sobre su biografía, lo que implica un gran misterio sobre su historia. A esto se le suma la poca cantidad de cuadros que existen del autor en la actualidad (treinta y seis obras) y ningún autorretrato.
El primer acercamiento al arte lo tuvo a partir de su padre, que se dedicó al comercio de obras, ya que tenía una posada para alojar turistas que visitaban la ciudad, y utilizaba ese mismo lugar para exponer y vender sus cuadros. Vermeer tuvo muchos hijos y se creía que no vivía del arte, lo que podría explicar su poca producción, estimada en una o tres obras al año.
La mayoría de sus cuadros representan escenas de la vida cotidiana, muchas figuras humanas en lo que se puede determinar un mismo ambiente íntimo, (incluso podría ser su casa el estudio elegido). Las sensaciones de intimidad y de calma atraen al espectador y es difícil de explicar cómo el artista consigue la perfecta precisión de captar la luz, la calidez y la suavidad en los contornos. Este péndulo entre precisión/firmeza y calidez/suavidad está presente a lo largo de todas sus obras.
Los primeros trabajos del pintor se basaron en pinturas de historia, escenas bíblicas y de mitología. Muchos estudios llevaron a pensar que utilizaba la cámara oscura para la creación de sus cuadros para así acentuar el realismo, los campos de profundidad y los contrastes luminosos. Esta teoría se puede apreciar en las escenas del film La joven del arete de perla, dirigida por Peter Weber en 2003.
Vermeer es responsable de una de las obras más icónicas de la historia del arte, La joven del aro de perla creada en 1665, que se encuentra en el Museo Mauritshuis de La Haya. En la mayoría de sus trabajos hay una constante que se repite infinitamente y que lo hace reconocible: la luz natural que entra por una ventana a la izquierda. En este caso no hay un ambiente interno creado, no hay objetos, ni nada que sugiera el espacio donde se encuentra la joven retratada pero, sin embargo vuelve en forma de concepto esta luz iluminando a la figura desde la izquierda. Hoy es conocida como La Mona Lisa del norte por su mirada misteriosa e inocente que nos sigue, sus ojos enfocados en el espectador y su simpleza en los gestos. Una obra que al imaginarla no se la asocia con su pequeño formato de 46,5 x 40 cm. La muchacha lleva un turbante azul, un elemento que muestra el intercambio con oriente muy típico de la época. Asimismo, aprovecha el turbante para destacar un color muy utilizado en sus obras, ya que el pigmento elegido es el azul ultramar. Este pigmento estaba realizado con un mineral brillante llamado lazurita de la piedra semipreciosa lapislázuli producida en Afganistán, por lo que era uno de los colores más caros para conseguir.
El primer misterio se abre al querer indagar sobre la identidad de la joven, que a diferencia de la Gioconda, las teorías podrían llevar a pensar que se trata de un tronie, esto fue un género muy utilizado en la época para el barroco holandés, y aludía a un estudio, por lo que se trataba de una figura imaginaria, con excusa de realizar un rostro y mostrar la técnica. Vermeer fue un maestro de la luz y lo refleja en la suavidad de la iluminación en el rostro de la muchacha. En ese sentido, no es el retrato de un rey o algún miembro importante de la sociedad, ni siquiera tenemos objetos que puedan definir alguna profesión o algún carácter de la protagonista, sino, simplemente un esfuerzo artístico, una pincelada suave y un desarrollo impresionante de mancha abierta, para realizar en pocos trazos y sin detalles una perla protagónica que daría lugar a su nombre posterior. Es uno de los mayores ejemplos que destacan a esta pintura como icónica, la habilidad de Vermeer por la óptica, los efectos de reflejos y de la luz que juegan en el pendiente.
No obstante, debería haber alguna persona que haya servido de estudio y haya posado para el pintor. No se sabe quién es la retratada, hasta hay teorías que afirman que la joven ni siquiera existió realmente. Se suele sugerir que podría haber sido una hija de él, una sirviente o una amante. Sin lugar a dudas, gran parte de la belleza que nos provoca admiración es el gran misterio que envuelve este retrato. Hay un especial interés por captar la atención en tres puntos claves: la boca, los ojos y el arete. Su boca se entreabre ligeramente, como si estuviera hablando, con una humedad particular que refleja mayor realismo a la composición. Los contrastes entre amarillos, ocre y el azul, realzan los colores del labio, por lo que con una gran simpleza y sin tantos ornamentos puede mostrar un equilibrio que nos trae mucha tranquilidad y placer a la hora de enfrentarnos al retrato. Su nariz está creada por una ilusión visual ya que se funde con la mejilla iluminada. Con estos efectos ópticos Vermeer permite que el espectador sea el que tenga que completar la imagen con su imaginación. El pintor es un gran maestro del efectismo utilizando los contrastes de luces y sombras. Este recurso nos recuerda mucho al tenebrismo de Caravaggio, pero no se expresa la misma carga dramática que en las obras del artista italiano.
Un examen científico realizado en 2018 con nuevas técnicas ha revelado algunos detalles perdidos hoy en día, como la presencia de unas leves pestañas en los ojos de la muchacha y la existencia de una cortina arrugada en el fondo que se pensaba hasta ese momento un fondo oscuro y neutro. Asimismo se pudo ver la firma del artista que llega hoy en día apenas visible en la esquina superior izquierda confundida con el fondo.
Otro de los misterios en el retrato es si alguien lo encargó o para qué la pintó, sin embargo el cuadro terminó en las manos de su yerno y luego desapareció por 200 años. En 1881 en una subasta en La Haya, el cuadro volvió a circular y fue comprado por un coleccionista llamado Arnoldus Andries des Tombe y su costo fue de dos florines (un precio absurdamente barato), pero que se vinculaba con su mal estado de conservación. Al no tener herederos, la obra terminó en 1902 en el museo Mauritshuis donde permanece en la actualidad. No suele ser muy común encontrarse con obras de Vermeer a la venta, ya que por su escasa producción y su importancia, muchas de ellas ya están en museos y las pocas que quedan en manos de coleccionistas se venden a precios exorbitantes como fue el caso del último cuadro que se subastó públicamente en 2004 por treinta millones de dólares.