-Se suele decir que tus obras son bellas ¿Qué hay de bello en un Pombo de pintura?
-Yo no me percibo bello. Tengo una posición más proletaria con eso. La mía es una obra que quiere parecer bella pero termina fracasando en esa intención. “Belleza” es una palabra muy asociada a mi obra pero en la que yo nunca tuve interés. Aspiré siempre a lo bonito pero consiguiendo un resultado pobre, modesto.
Marcelo Pombo, acaso el mayor referente de la pintura argentina de los 90, revisa en voz alta, una voz modulada y cálida, la percepción que se ha tenido de su obra en su taller del barrio de Constitución. Algunas de sus producciones de ese período se pueden ver ahora mismo en la muestra El arte es un misterio (Colección Amalita), una frase de Gumier Maier que el curador Francisco Lemus eligió para dar cuenta de un período que hizo de la heterogeneidad posmoderna su manifiesto. En esta misma sala el artista (cuya figura de pequeño buda se puede ver en la obra El Mundo del arte de Alberto Goldenstein en el Moderno) había inaugurado en 2015 su primera muestra antológica curada por Inés Katzenstein (hoy en el MoMA) desplegando el repertorio iconográfico de lo light, lo gay, lo kitsch, lo “bello”, lo Rojas, todas categorías que merecen ser puestas en cuestión. El primer supuesto que hay que descartar frente a un Pombo (aquí, ahora, en Puerto Madero, dos piezas de una suerte de arte po(p)vera) es la ironía, la gran trampa del arte contemporáneo. “Yo nunca tuve ironía con mis obras. Yo creo en lo que estoy haciendo y quiero lo que hago”, dice.
Acaso se caiga en ese lugar común porque desde una mirada historiográfica del arte no se entienden ciertos insumos alternativos. Pombo es un artista muy informado por la cultura pop (los dibujos animados, el rock argentino de los 70, las drogas, la militancia sexual). Y por eso es él y ningún otro artista el que, como un Duchamp plebeyo, elevó el tocadiscos Winco a la categoría de arte interviniéndolo con una lluvia de colores al estilo Pollock. Es una de las obras más significativas del arte contemporáneo (por su capacidad para resignificar un diseño popular) argentino y forma parte del acervo de Bellas Artes.
Durante la pandemia, Pombo liberó una serie de 240 dibujos con la que se iniciaba el recorrido en la muestra antológica de 2015. Están en su página y pueden ser descargados para usarse como tatuajes o ser estampados en una t-shirt. Es una socialización de la obra de arte bastante más interesante que esas animaciones 3-D con las que el criptoarte busca definir una identidad estética que no tiene (es una definición de mercado antes que cualquier otra). Cuando Pombo empezó estos dibujos tenía veintidós años y se había escapado del reclutamiento para la Guerra de Malvinas. Son obras donde se mezclan los personajes de Disney con criaturas zoológicas andróginas, vistas de Sao Paulo, el ambiente gay y marchas del PT de Lula. Imágenes del desbunde brasileño, un destape tropical en el que la cuestión de las libertades sexuales hizo eclosión. Sin embargo, en perspectiva, Pombo no se percibe parte de esa movida surgida hacia 1978. “Es que siempre integré lo carnavalesco a una atmósfera controlada, modesta, melancólica. Mi trabajo en los años 90 es más ambiguo. Pensaba que dialogaba con el arte moderno del siglo XX y quería hacer cosas agradables, bonitas, pero el resultado terminaba siendo una cosa más pobre. Pienso en mis trabajos del 91 como El vitreaux de San Francisco Solano o La navidad de San Francisco Solano".
-En ese momento vos dabas clase en San Francisco Solano, un lugar muy pobre de Buenos Aires. ¿Evitar el miserabilismo en la obra fue una decisión?
-Yo daba clases para chicos con discapacidades mentales entonces. Y me sentí identificado con la actitud de la pobreza en ese momento. Me influyó mucho la alegría que estos chicos tenían aún en las peores condiciones y ahí tomé distancia del arte comprometido. Me pareció que esa era la mirada de la clase media o de una población pobre que quiere atraer a la clase media con la lágrima y el dolor. Y a mí me parecía que lo propio de la pobreza era olvidarla y celebrar la vida. Tengo una posición más proletaria con eso. Si Juanito Laguna fuese artista no pintaría la miseria ni tampoco un balde de pintura. Haría algo lindo para su casa, con brillitos, ¿no?
Para referirse al período que define la estética de Pombo hay que tomar la parte de la palabra inglesa “light” que refiere a luminoso antes que la otra, la que designa liviandad, frivolidad (y en el caso argentino: menemismo). Los artistas de los 80 (Kuitca, Prior, Pierri) rompieron con la obligación testimonial. Los del Rojas se sacaron de encima el peso de la furia neo-expresionista. Del feísmo post punk. En ese contexto los Pombo esmaltados aparecieron como hermosuras ambiguas que, en el fondo del paisaje, se revelaban como faisanes empetrolados.
-¿Qué fue lo que pasó en el Rojas?
-Había una aspiración por salir de lo oscuro y hacer algo bonito, agradable. Y terminábamos con objetos más bien modestos. Lo que pasó fue que en un momento nos excitaba más el trabajo de los otros colegas y vivimos un momento de alta influencia mutua. Esto dio algo muy local, provinciano y narcisista. Éramos el ombligo del mundo y no nos importaba la última tendencia del mundo. Me importaban Gumier, Gordín, Harte, Schirillo, Laren. Benito era la síntesis: no se puede decir que sea “bello” pero sí un loco que quiere hacer cosas lindas. Y la idea de querer gustar en lugar de provocar terminó siendo provocativa en nuestro contexto. También la vuelta a lo místico (un arte que sea bueno y sane, terapéutico) que hoy lo veo pegado a la crisis del SIDA. Mi vida estuvo amenazada y cercada en ese momento.
-Pegó muy cerca…
-Sí. Perdí amigos, amantes. Ahora parece absurdo pero en 1992 se hablaba de aislar a los gays del resto de la población. El arte para mí era, tuvo que ser, una evasión. Un refugio.
-¿Lo sigue siendo?
-Sí. Pero también celebración y privilegio frente a todas las cosas malas que vivimos a diario.