Edificio Otto Wulff, de Morten F. Ronnow

Construido a principios del siglo XX donde estuvo emplazada la Casa de la Virreina, es uno de los exponentes arquitectónicos del ADN porteño en el casco histórico de la ciudad.
Por Martín Sassone

 

Pocos saben cómo se llama, más allá de que su imponente fachada conforma el cuadro visual de una de las esquinas más tradicionales de Buenos Aires. Es imposible pasar y no detenerse aunque sea solo un instante para contemplarlo. Su diseño es cautivante y lo más llamativo son los ocho atlantes que se dividen simétricamente a uno y otro lado de la esquina: cinco a lo largo de los veinticinco metros que se extienden sobre la calle Perú y tres en los quince metros de frente sobre Avenida Belgrano. El número no es casual: cada uno representa uno de los oficios que fueron necesarios para su construcción: albañil, forjador, aparejador, herrero, carpintero, escultor, arquitecto y jefe de obra.

Pero ese no es el único detalle relevante del Edificio Otto Wulff. Cuatro esculturas de cóndores rematan las cuatro columnas que sostienen los módulos idénticos sobre las dos arterias, reforzando así la simetría de la esquina. Otras múltiples figuras ornamentan la fachada: hay búhos, sapos, mulitas, cóndores, pingüinos, cobras, yaguaretés y hasta bebés gateando. Entre todos, aseguran, suman 680 ojos que miran hacia el sur.

El edificio se construyó en dos años, entre 1912 y 1914, en un lugar clave de la historia argentina. Allí estaba emplazada la Casa de la Virreina, donde las tropas locales lograron defender la ciudad durante la segunda invasión inglesa. 

Fue concebido como un edificio de rentas, cuando aún no existía la propiedad horizontal. Su dueño, el empresario maderero Otto Wulff, contrató al prestigioso arquitecto danés Morten F. Ronnow para que encabezara el proyecto, mientras que los ocho atlantes que sostienen al edificio quedaron a cargo de Franz Metzner, uno de los mejores artistas de la época y maestro en la famosa escuela de Viena.

Hay un mito alrededor del edificio y es que el empresario naviero croata Nicolás Mihanovich, socio de Wulff en otros emprendimientos, financió el proyecto para que fuera la embajada del Imperio austrohúngaro, que por entonces comenzaba a transitar sus últimos días en medio de la Primera Guerra Mundial. 

Al igual que el Palacio Barolo, fue construido en hormigón, algo poco usual para la época, y su estilo jugendstil, nombre que tomaron las expresiones artísticas del art nouveau en Alemania y Suiza, presenta también características propias de los estilos renacentista y neogótico. Tiene doce pisos y mide sesenta y cinco metros, por lo que en sus primeros años fue de los puntos más altos de la ciudad. Wulff fue propietario del edificio hasta 1918, año en que le vendió la propiedad a la familia Harteneck y el edificio comenzó a vivir su propia historia.

En 2021, el Gobierno de la Ciudad comenzó los trabajos de refacción de su fachada, que incluyó recuperación del material original, una limpieza general y una mejor iluminación. La puesta en valor de esta reliquia arquitectónica, tiene dos finalidades: una es aumentar a la consolidación del circuito turístico, cultural y comercial de la zona, y la otra conservar el patrimonio e identidad del casco histórico, que conforman nuestro ADN porteño.

 

 

 

 

 

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