Su irreverencia no tuvo límites. Incluso a punto de morir: escribió hasta perder el conocimiento mientras la sobredosis de fármacos que había consumido hacía el efecto buscado. Sobre la palma de su mano izquierda “Fin”, con tinta china, y sobre la pared “Esta es mi mejor obra”. Fue en 1965, en Barcelona y con 34 años, que el icónico Alberto Greco tomó la decisión de terminar con su vida. Si ya las muertes tienden a impactar y aún más cuando voluntarias, la de esta leyenda del arte argentino se convirtió en el más radical de sus gestos. Greco había comunicado a sus allegados -quienes iban a ser, sin saberlo, espectadores de otra de sus obras- que viajaría a la Ciudad Condal para poner ese fin trágico y poético quizás en iguales proporciones.
Lo encontró casi muerto el poeta chileno Claudio Badal, de quien Alberto se había enamorado cuando lo conoció en París en el 54. “En el verano del 65 los dos estaban en Ibiza. Fue entonces cuando Greco escribió Besos brujos, la novela-collage relatando sus desengaños amorosos, llena de letras de tangos, citas a películas, fragmentos de correos de lectores y recetas de cocina”, contaban Marcelo E. Pacheco, María Amalia García y Javier Villa, quienes curaron la muestra Alberto Greco ¡Qué grande sos! que se exhibió en 2021 en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires. Aquella novela-collage de 147 páginas, que mencionan, fue comprada por el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) por alrededor de 400 mil dólares en 2018. Este relato de amor y desamor pudo escucharse por audio mientras se recorría la muestra en el Moderno.
Cuando Badal llegó al departamento de Greco la puerta estaba entreabierta. Entró y fue guiado por la luz del ambiente hasta que lo encontró, intoxicado, tendido boca arriba con el torso desnudo, al lado de una mesa de luz llena de sobras de comida. Era un nómade en todo sentido: iba y volvía constantemente de Argentina a Europa, entre otros viajes alrededor del mundo -recorrió pueblos de Buenos Aires, Francia, España, Italia y Estados Unidos- en los cuales vendía sus obras y descubría espectadores fuera de los circuitos, a la vez que “no tenía un solo modo de crear, no adhirió a una disciplina, no tenía una identidad fija ni un cuerpo de obras cerrado y homogéneo”, continuaban los curadores.
“El arte vivo es la aventura de lo real. El artista enseñará a ver no con el cuadro sino con el dedo. Enseñará a ver nuevamente aquello que sucede en la calle. El arte vivo busca el objeto, pero al objeto encontrado lo deja en su lugar, no lo transforma, no lo mejora, no lo lleva a la galería de arte. El arte vivo es contemplación y comunicación directa. Quiere terminar con la premeditación que significan la galería y la muestra. Debemos meternos en contacto directo con los elementos vivos de nuestra realidad: movimiento, tiempo, gente, conversaciones, olores, rumores, lugares y situaciones. Arte Vivo, Movimiento Dito. Alberto Greco. 24 de julio de 1962. Hora 11.30”, apuntó en su Manifiesto Vivo-Dito.
Gran manifiesto-rollo arte Vivo-Dito (2 fragmentos).
Sus pinturas y dibujos muchas veces incluían textos a modo de bitácora de vida. Mientras Greco producía, descubría su identidad. Y esta dotaba de contenido a su trabajo, luego ejecutado de las formas más intensas, provocadoras e impensadas, características de la personalidad del artista. Aquella intensidad quedaba proyectada también en el impacto de su pintura sobre las distintas superficies: cuando fue invitado a exponer en el Museo de Arte Moderno de San Pablo, llevó un papel en el cual hizo explotar –contrarreloj, ya sobre la fecha de inauguración– huevos a los que previamente les había inyectado tinta. La exposición fue un éxito.
En 1962 participó de una muestra colectiva que se llamó Pablo Manes y 30 artistas de la nueva generación, en la cual llegó al lugar con una caja -realizada por Julio Le Parc y Francisco Sobrino- de 30 ratones; su primera obra “viva”, como él decía, que duró expuesta apenas un día porque el mal olor de los animales provocó que el dueño de la galería le ordenara llevársela. “Al final logramos llevar todo a mi hotel, pero se rompió el vidrio y los ratones escaparon. (...) En fin, las ratas vivieron conmigo –hasta ayer que las vendí– dentro de una valija en mi ropero. (...) ¡Así se escribe la historia! Yo les elegía panes de formas maravillosas y las ratas les creaban laberintos fabulosos. Trabajaban para comer”, contó Greco en la carta que le escribió a Lila Mora y Araujo.
Entre sus acciones urbanas más llamativas, a mediados de los años 50 se dedicó a intervenir baños públicos con la máxima “Greco puto”, a modo graffiti, en tiempos en los cuales los homosexuales eran detenidos. Entre los años 50 y 60 realizó obras callejeras que ya no existen, salvo en la memoria de quienes pudieron disfrutarlas, porque no quedaron registradas de ninguna forma.
“Greco era el tema en el que siempre se caía, tanto para maldecirlo como para defenderlo, en mil conversaciones del ambiente artístico. Se había convertido en un personaje de leyenda, y cuando la sociedad convierte a un personaje real en un personaje de leyenda, es que necesita de él; le significa algo”, escribió Yuyo Noé respecto de Greco en un texto que data de los años 70 en la Galería Carmen Waugh.
Greco veía arte en lo real, en la calle, en lo que está en movimiento y explota, estalla o se estampa con furia contra la pared. En la expresión de los rostros de la gente, en la sorpresa que pueden ser las conductas animales o humanas -como las suyas- y en cómo sacuden, ya que para su sensibilidad, nunca pasaban desapercibidas pese a ser parte de la cotidianeidad, o el mundo natural. Greco vio, incluso, arte en la muerte. Es como si hubiera entendido que, después de todo, ¿qué es más movilizante que la inquietud y la emoción que genera, en iguales medidas, la experiencia de estar vivos?