Anselm Kiefer y los paisajes de posguerra

Qué pintar después de que la civilización ha sido arrasada, pareciera ser la pregunta constante del artista alemán. Su fértil producción de universos lúgubres y ucrónicos es un continuo renacer de entre las cenizas de la destrucción.
Por Fernado García

 

Una de las virtudes más espectaculares del verosímil apocalíptico del serial The Last of Us (HBO, 2023) es el híbrido entre las ruinas de la arquitectura de ciudades que atravesaron todas las fases de la modernidad y ese hongo (cordyceps) que captura por completo la estructura de sus edificios. El shock estético de esa urbanidad mutante que es, al fin, decorado, es tal que pone en su lugar y dimensión todas las letras del oficio antes conocido como “dirección de arte”. Diez años atrás, con otra serie, pero de enormes pinturas de técnica mixta, llamada Morgenthau Plan el artista alemán Anselm Kiefer adelantó la rugosidad háptica del mundo pos cordyceps. Sus flores y paisajes rurales presentados en la Royal Academy de Londres se asimilaban a una ucronía. Qué hubiera pasado si el plan del estadounidense Henry Morgenthau Jr para, una vez depuesto el régimen nazi, desindustrializar toda Alemania y convertirla en una granja gigantesca se ponía en práctica. ¿Estas hubieran sido las flores? ¿El verde se hubiera confundido con el color plomo del metal y las cenizas? Kiefer es un artista y no tenía una respuesta sino una motivación: hacer de un tópico de la pintura decorativa algo a la vez incómodo y mórbido. 

Morgenthau presentó su plan para Alemania en la televisión de los Estados Unidos en 1944. Un año después, mientras la casa de su familia era bombardeada por los aliados, nacía en Donaueschingen, al borde de la Selva Negra, Anselm Kiefer. En el sótano de un hospital rodeado por los escombros de la II Guerra Mundial que se habían convertido en el paisaje más común de las grandes ciudades europeas. La obra de Kiefer, cuyo nombre resuena desde los años 70, definía de manera muy precisa una categoría muy generalizada: el arte de posguerra. Sus pinturas collages son ni más ni menos que eso. La posibilidad ontológica de una obra en vísperas de la destrucción total. Qué y cómo se pinta después de que la civilización ha sido arrasada para volver a ponerse de pie. En el arte de Kiefer ninguna de las definiciones son vagas o se vuelven lugares comunes. Si se habla de “carga matérica” lo suyo pues es un simulacro de capas tectónicas que se superponen en oleadas de inspiración nietzscheana. Sobrecarga matérica de hebras de heno, plantas secas, arena, barro, bosta, cenizas, grabados en madera, restos bélicos, vidrio y plomo. Superficies que se terminan de definir cómo en una demolición. El color, más bien lúgubre, como otro material más y no como una ilusión. Y las ruinas (escritas en el software de su máquina estética) como promesa de lo que puede reconstruirse. Su pathos, destruir para crear: “Cuando una estrella explota todo el material va al cosmos, y luego un día será recompuesto. Será otra estrella”. Las flores del Plan Morgenthau son su reescritura de Baudelaire: hay algo malo, repugnante, en ellas pero no dejan por eso de ser una tentación peligrosa al tacto. Como los cordyceps de Last of Us, sus obras siguen vivas y en su carácter orgánico podrían acapararlo todo. La pesadilla del vero arte de posguerra.      

 

 

 

 

 

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