Jueves, 21 Agosto 2025

El arte imperial según Francesco Clemente

Cuando un autorretrato anticipa el rumbo de la configuración política del mundo. Imágenes reprimidas en la intersección entre aristocracia, panteísmo grecorromano y folclore hindú.  
Por Fernando García Miércoles, 20 de Agosto 2025

 

El 15 de agosto, raudo, tras la escenográfica cumbre entre Donald Trump y Vladimir Putin en Anchorage, Alaska, el analista internacional Damien Cave despachó un texto agudo y pertinente para el New York Times donde enfatizaba el regreso a la “mentalidad imperial” por la forma en que Estados Unidos y Rusia negociaban el cese de la guerra en Ucrania (lo de “pursuing peace” en un banner detrás de los jefes de Estado se leía casi cínico), dejando a Europa en el rol de poco menos que un esmaltado jarrón chino (sí, de la época en que China no tenía la incidencia geopolítica de hoy). 

La edición on line de La Nación acompañó la traducción de la nota con las fotos de rigor de los autócratas y una pintura, el retrato de Pedro el Grande ejecutado por Paul Delaroche en 1838 que custodia el Kunsthalle de Hamburgo. Ilustra el lugar que Putin cree estar ocupando: el del monarca que fundó San Petersburgo (Leningrado, después, soviética, por 70 años) en un pantano abriendo la puerta de Mother Russia a la modernidad. 

 

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Retrato de Pedro el Grande, 1838, de Paul Delaroche. Kunsthalle de Hamburgo.

 

En 2005, el aristocrático pintor italiano Francesco Clemente (Nápoles, 1952) presentó una serie de autorretratos que pasaron del Schirn Art Hall (Frankfurt) a la galería Gagosian de Londres. Uno de ellos resuena, ahora, con la descripción que el New York Times hizo de la cumbre de Alaska. En Autorretrato en una era imperial, Clemente, hijo del Marqués Lorenzo Clemente di San Luca (la línea real de Nápoles y Sicilia se cortó con Francisco II en 1861 y la genealogía del marquesado es resbaladiza), se dejaba ver un poco como siempre (calvo, de saco y turtleneck) aunque los ojos ciegos bien, demasiado abiertos; el dedo índice napoleónico, pero en la parodia del retrato ecuestre faltaba el caballo. Clemente decidió reemplazarlo por un órgano genital masculino alado y gigante de tonalidad naranja fosforescente. No sabemos si el autorretrato se continúa ahí, o es el resultado de su intersección espiritual del panteísmo grecorromano con su reveladora experiencia hindú en Madrás. Como fuera, este autorretrato anticipa sueños de grandeza entremezclados en una vigilia caótica y es una representación del rumbo (esa dirección que apunta el dedo de Clemente) al que la configuración política del mundo parece dirigirse.

 

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Autorretrato en una era imperial, 2005, de Francesco Clemente.

 

El folclore de la India, la cultura popular y la tradición del arte occidental resultaron en Clemente un destino común para que el arte italiano vomitara (“mis pinturas son vómitos del alma”, había dicho acá Macció, muy tano él) las imágenes reprimidas por el dogma povera y el estoicismo conceptual. En sus manos aristócratas, Clemente trajo la sensualidad del óleo de regreso y el mandamiento grecorromano adaptado a la era post: dioses y naturaleza. 

El crítico Achille Bonito Oliva fue uno de esos que definen el momento, y a la pintura italiana “para después del fin de la pintura” le puso el nombre de “Transvanguardia”. Y le pidió  a Clemente que sonría y diga whisky para la foto amuchado con Enzo Cucchi, Sandro Chia y Mimmo Paladino, los otros transvanguadistas (aunque ninguno aceptara la etiqueta de Oliva, como suele suceder con los críticos, los movimientos y los artistas). ¿Qué eran? Una pintura atravesada por todas las vanguardias acaso o, mejor, posmodernos travestidos de neoclásicos. Y sin fronteras. (Jorge Glusberg quiso ser el Bonito argentino y abrió una franquicia conocida como “La nueva imagen” y puso a ahí a Kuitca, Prior & co pero nadie se reconocía “trans” eran pintores pintando en los años 80 nomás).

Clemente fue también parte de la nueva escuela de New York, uno más con Basquiat y Haring, con el Warhol tardío haciendo de il padrone. El hijo del marqués retomó por entonces el antiguo y noble oficio de los artistas: decorar palacios y templos. Así pintó al fresco los murales de una gran piscina (tal como Siqueiros con Natalio Botana en su quinta de Don Torcuato) y las paredes de la discoteca, templo pagano, Palladium (que también tuvo su réplica acá). Como Julián Schnabel o Botero, Clemente encarnó el lugar del pintor internacional en los años del arte sin forma. Más cerca de un tenor o concertista clásico trabajó además de socialité: alto, elegante, sangre azul (pero no la de Yves Klein), siempre bien dispuesto para la red carpet. Basta scrolear entre las casi dos mil imágenes suyas con las que cuenta la agencia Getty. Muy poca pintura y mucha coreo de opening y gala. La mayoría de las veces con la actriz Alba Primiceri, una pareja glamorosa y eterna. Casi como el alto arte y los imperios.  

 

 

 

 

 

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