Hay demasiada información en esta imagen y, a la vez, no hay nada que sobreinterpretar. En su texto, el MoMA hablará de de-colonización y de reivindicación queer y tratándose de una artista mexicana resulta casi un cliché que no se pueda procesar su imagen sin la justificación ideológica imperante. Peor aún, analizar en esos términos a Frieda Toranzo Jaeger trasunta cierta pereza intelectual. La imagen es un tríptico ensamblado a la manera de un tableaux medieval o de la estructura heredada por el barroco colonial. En el centro dos mujeres americanas nativas se aman en lo que sería el asiento trasero de un auto desensamblado, tal como se los puede ver en un taller mecánico o un desarmadero solo que aquí aparece perdido en medio de la selva. La escena precede al desembarco del Reino de España en el siglo XV pero a la vez no hubiera podido completarse sin el desarrollo del automóvil en el siglo XX. Todo parece suceder más bien en un futuro al estilo de las distopías en boga donde no hay carretera a donde escapar y las escenas primitivas y sci-fi se cruzan en el loop de Moebius. Detalle de un kamasutra tolteca fuera de tiempo y espacio.
Pero la joven Frieda Toranzo Jaeger (DF, 1988) no está sino siendo cabalmente mexicana. Con ese nombre en el que parecen subvertirse los de Frida y Jagger (¡flor de fantasía andrógina!) sus pinturas rescatan la estructura del arte colonial que no puede borrarse de la memoria visual latinoamericana con el automatismo de un delete. Al mismo tiempo, el feminismo sublimado a una escena de sexo oral indígena es una afirmación en la línea de mujeres fuertes en una sociedad tan machista como la mexicana. Mujeres que no necesitan de los hombres para ser artistas o para ser amadas, por ejemplo. Eso es lo que se ve en el tríptico Sappho dedicado a la madrina absoluta del deseo lésbico convertido en poesía. Mujeres que habitan esos autos fantásticos que se revelan inútiles invadidos por la venganza de la selva en un planeta más bien deforestado.
Entonces el ojo imperialista expiará su culpa viendo aquí de-colonialismo (el anti-ismo que consagra cualquier paper) sin percibir otra línea mexicana. Toranzo Jaeger trae en su fetichismo por los autos (o lo que quedó de ellos vaya a saber en que apocalipsis pasado o futuro) ecos del uso pionero que Siqueiros hiciera de la pintura fordista sopleteada en murales como el “Ejercicio plástico” que realizó a pedido de Natalio Botana, y que la madre de María Julia Alsogaray vandalizó para proteger los ojos de su hija del desnudo (y cierto erotismo lésbico también), cuando la familia del capitán ingeniero se hizo cargo de la quinta en Don Torcuato.
Pintora de autos perdidos en la selva como cohetes enviados desde la luna a la Tierra, Frieda es una Frida redimida en su movilidad y en la posibilidad de ser deseada por todas las mujeres del planeta. Solo una mirada colonialista puede clasificarla a medida de una conciencia culposa para perderse el goce estético de sus pinturas en las que los marcos de la representación religiosa son recuperados para el beso final de Thelma y Louise en el auto, antes de caer.