Marc Quinn: a sangre fría

El ejercicio del autorretrato es llevado a niveles sin precedentes en la impactante obra de Quinn. Al utilizar de manera visceral su propia corporalidad, el artista logra inmortalizar una versión hiperrealista de su imagen en varios planos y sentidos. 
Por Ignacio Marchini

 

La representación del cuerpo propio y la construcción de la identidad es un tema recurrente en el arte desde el inicio de sus tiempos. El ejercicio de autoconocimiento de un artista plástico por antonomasia, el autorretrato, se remonta a más de mil años antes de Cristo. Desde ese momento en adelante, esta forma de recrearse ha estado presente en todos los estilos pictóricos y escultóricos de la historia, pero fue a partir del Renacimiento que adquirió entidad como un género independiente. Fue por ese entonces que dejó de ser un elemento más de la obra que cumplía el rol de ser una marca de autoría, y comenzó a explorarse como una forma de indagar en las diferentes formas posibles de figurarse a uno mismo.

Este género ha evolucionado a lo largo de los siglos, con estilos más o menos apegados al realismo a lo largo de su desarrollo, pudiendo llegar a la pura abstracción en algunos casos, cuando el artista elige representar no sus rasgos físicos, sino su subjetividad. Así, desde el siglo XV en adelante, la experimentación en torno a esta forma de expresión ha crecido exponencialmente. En pintura, donde más se enfocó su desarrollo, su evolución comenzó desde el Autorretrato de Durero en 1498 (el primer pintor occidental en representarse a sí mismo), pasando por Rembrandt, que realizó múltiples autorretratos en distintos momentos de su vida, hasta van Gogh, que pintó más de cuarenta variaciones de sí mismo antes de morir en 1890.

Pero la pintura no fue la única disciplina que indaga en los relatos del yo. En las artes plásticas que podríamos llamar “modernas”, en tanto se salen de la tradición y exploran nuevas posibilidades de expresión, tenemos ejemplos de autorretratos que llevan el concepto al extremo: la obra se hace con partes del cuerpo del artista. En ese lugar podemos ubicar a Self (1991), una réplica de la cabeza de Marc Quinn (1964, Londres) hecha completamente de la sangre congelada del artista británico. La obra que lo posicionó como un referente del arte contemporáneo surgió, literalmente, de las entrañas de su creador.

El proceso de elaboración fue relativamente sencillo: un molde de su cabeza inmerso en silicona congelada y más de cinco litros de su propia sangre fueron los materiales utilizados. Un autorretrato en su forma casi pura, donde el rostro expuesto es una extensión del cuerpo en su acepción literal. Aunque es necesario aclarar que, para que la sangre se mantenga en estado sólido, la obra es emplazada siempre con un equipo refrigerante que la mantiene a temperaturas bajo cero. Sin embargo, Quinn interpretó posteriormente esta “dependencia” de la obra como una analogía de lo que él atravesaba en ese momento, una adicción al alcohol que lo acompañó durante los inicios de su carrera. De esta manera, lo que en un primer lugar aparecía como un elemento que perturbaba la pureza de la auto representación adquirió nuevos matices al dialogar con aspectos personales de la vida del artista, dando lugar a significados que exceden la mera similitud física entre representante y representado.

Lo que en principio fue pensado como una obra única se volvió una serie para Quinn; cada cinco años, hasta la actualidad, crea una nueva escultura de su cabeza hecha completamente de su sangre, como si se tratara de un ritual en el que entrega una parte de su cuerpo a cambio de algo. Cada un lustro realiza cinco sesiones de extracción para llevar a cabo una obra que siempre es la misma y que, a la vez, se modifica con el paso del tiempo. El fluido vital se renueva y vuelve a correr por sus venas. La composición química es la misma, las variaciones del conteo celular son superfluas. Su sangre es siempre igual. Pero el líquido expuesto a las bajas temperaturas adopta las formas de un rostro cambiante que queda congelado, cada cinco años, en una fotografía sangrienta del paso del tiempo.

 

 

 

 

 

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