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En una reciente inauguración de PROA le comenté a la crítica de arte Victoria Verlichak (1) que estaba escribiendo (o iba a escribir) sobre Benito Quinquela Martín; nos encontrábamos, justamente, a metros del museo que lleva el nombre del pintor nacido en La Boca. En el medio de la conversación Victoria lo saluda a Víctor Fernández, director del museo antedicho. Ella le cuenta mi plan y ambos se lanzan a rememorar la leyenda de Quinquela Martín, quien fue abandonado el 21 de marzo de 1890 en la Casa de Niños Expósitos (recién nacidos), Casa Cuna; allí se fijó su fecha de nacimiento por aproximación: el 1 de marzo. Ese día, según cálculos e intuiciones, Quinquela festejaba su natalicio. En el orfanato vivió su primera infancia, después lo adoptarían unos padres mitad europeos, mitad indígenas, y se volvería el artista que fue (casi profético, el gran maestro Pio Collivadino le dijo en la adolescencia: debes aprender a pintar para conocer el mundo).
Hagamos un breve repaso de la información que circula sobre Quinquela. La obra se suele dividir en series: “Días luminosos”, “Días grises”, “Serie del fuego” y “Cementerios de barcos”. En todas aparece el paisaje de La Boca o algún elemento característico del barrio: la cúpula de la iglesia San Juan Evangelista, el Puente Transbordador, el viejo Puente Pueyrredón de Barracas.
Hundimiento del Santos Vega, de Benito Quinquela Martín (1946). Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires.
El lugar común –no errado, pero sí repetido–, designa a Quinquela como pintor de La Boca, barrio donde realizó todas sus obras. Esas obras –sigue afirmando el lugar común, con bastante razón– representan el puerto, los barcos, los astilleros, las grúas, los obreros, el trajín de una vida dedicada al trabajo; sin embargo la producción de Quinquela, además de describir un estado de cosas, era la inyección de ánimo necesaria para esa comunidad castigada y laboriosa.
Los dos amigos, de Benito Quinquela Martín (1960). Museo de Bellas Artes de La Boca.
Por estas particularidades se dice que la obra de Quinquela “refleja el trabajo del hombre en el puerto y en los astilleros”. La obra como reflejo, reproducción, mímesis.
Pero qué tal si le damos una pequeña vuelta de tuerca al tema y observamos en los ambientes y climas Quinqueleanos algo más que el intento de reflejar una supuesta realidad exterior. Podemos entonces postergar un rato (y después volver con tranquilidad) lo ya sabido sobre el pintor y descubrir en sus obras elementos invisibilizados (o invisibles, es decir, sería un invento más que descubrimiento).
En las pinturas de Quinquela se impone algo del orden de lo infernal, del sacrificio, de la muerte. El trabajo como yugo, en el sentido productivista (y no hegeliano) del término. Tal vez un amor-odio por aquello que nos mata lentamente y nos permite vivir. Asimismo, podemos comprobar un componente opaco en los personajes sin rostro. Son seres activos, pero sin rasgos definidos, siempre yendo y viniendo (2), realizando tareas interminables, como una tortura sin fin.
La parábola de los ciegos, de Pieter Brueghel (1568). Museo di Capodimonte de Nápoles.
Inevitablemente, frente a los cuadros de Quinquela –sugestionado tal vez por esta línea hermenéutica– surgen dos evocaciones. Sigamos la cronología. Una es La parábola de los ciegos (1568), de Pieter Brueghel, donde un grupo de ciegos confía en las indicaciones de otro ciego que los conduce al precipicio y la posterior caída; la otra es de la película El séptimo sello (1957), de Ingmar Bergman, la escena de la muerte danzando junto a sus fieles. La descripción del personaje que contempla el espectáculo merece una cita:
Los veo. Sobre ellos se cierne el cielo tormentoso. Suben juntos el monte. Van el herrero y Lisa, el caballero y Raval, y Jöns y Jonas. La Muerte severa los invita a danzar. Van cogidos de las manos. Y, bailando, forman una larga cadena: Delante va la mismísima Muerte con su guadaña y su reloj de arena. El último es Jonas, lleva su laúd y camina de espaldas. Ya marchan todos, huyendo del amanecer, en una solemne danza hacia la oscuridad. Mientras, la lluvia lava sus rostros surcados por la sal de las lágrimas (3).
El séptimo sello, de Ingmar Bergman (1957).
No sé si fuerzo demasiado la significación de las imágenes pero a mí no me parece alocado relacionarlas e indicar que en Quinquela hay algo más que algarabía y contrición por los compañeros de ruta. Y no me refiero sólo a la representación de los trabajadores, sino a los elementos formales de la pintura, líneas, trazos y colores (4).
El gran canal, de Claude Monet (1908). Museum of Fine Arts, Boston.
Otra referencia (desviada de la línea argumentativa principal), para mí clara, es Claude Monet. Revisemos mentalmente El gran canal (1908), mucha agua impresionista, detrás la cúpula de la Basílica de Santa Maria della Salute y un par de parantes dividiendo el plano, la visión final resulta diáfana; al lado de Monet ubiquemos (siempre mentalmente) la pintura Chimeneas (1930), de Quinquela, en la que se distingue al fondo la cúpula de la iglesia San Juan Evangelista, y en primer plano los trabajadores anónimos en la ardua jornada laboral que impiden, junto a los mástiles de los barcos, la observación directa del edificio. Si miramos al unísono ambas pinturas no caben dudas de que comparten un lejano aire de familia, pero ¿qué quiso Quinquela? Postular una imaginaria Venecia vernácula. La Boca como la Venecia de los trabajadores. Bello gesto.
Chimeneas, de Benito Quinquela Martín (1930). Museo de Bellas Artes de La Boca.
Trato de pensar las cosas desde otro lugar aunque no consiga justificarlo. Porque ¿de qué vale reproducir lo escrito por otros? ¿Para qué ofrecer en un texto información que se encuentra tipeando tres palabras en Google? No sé cuál es el aporte verdadero de mi ensayo (sumar una relación a las relaciones ya establecidas), pero al menos, estoy seguro, no se aburre el lector y no me aburro yo.
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Elevadores a pleno sol (la obra del acervo del Museo Nacional de Bellas Artes que hoy nos convoca) es una pintura de 1945, descollante, tenebrosa, los trabajadores transportan mercancías mientras las chimeneas humeantes, a todo vapor, arman la escenografía; la pintura tiene ritmo, cadencia, un movimiento esplendoroso de zigzag, al mismo tiempo es una pintura alienante y oscura; la profusa columna de trabajadores vibra, danza, baila, todo se mueve en función de representar el dinamismo del puerto y a los obreros entregando la vida por una causa que no es la de ellos; las fábricas a pleno, la imparable vida urbana, la revolución industrial; lo que prima en la pintura es el tránsito, el pasaje, como si esos obreros no pudieran relajarse nunca, como si esa parte de la ciudad estuviera funcionando las 24 horas.
Elevadores a pleno sol, de Benito Quinquela Martín (1945). Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires.
Ahora bien, ¿y si más que una pintura la obra de Quinquela es una película detenida, una escena dispuesta a volver a moverse en cualquier momento? ¿Y qué me dicen del sonido que podríamos escuchar en caso de concentrarnos en la escena? ¿No se escuchan, allá lejos y hace tiempo, el ruido de los barcos, las chimeneas, el rebote del agua, los gritos de los trabajadores? La conclusión es exagerada (quizás): Quinquela, en verdad, está más cerca del cine que de la pintura, porque a esta pintura le falta apenas un respiro para adquirir movimiento en sentido cinético.
Ignoro si a Benito Quinquela Martín le hubiese gustado mi interpretación. Queda informar solamente un dato: falleció el 28 de enero de 1977.
1. En una muestra anterior en PROA Victoria me regaló su último libro, Una imagen para soñar La isla de los muertos (ArtexArte). Es un libro breve y extraordinario, la historia de un viaje y de una pintura, de cómo una obra de arte puede volverse obsesión. Leí el libro de un tirón y luego le escribí: “Que algo se lea de un tirón no constituye un mérito en sí mismo, uno podría querer hacerlo así para sacarse el problema de encima. En mi caso resultó al revés. No podía parar de leer, algo de la prosa (el ritmo, lo despojado) captaba mi atención. Particularmente, lo considero meritorio porque desconocía la pintura y al autor de la pintura, nada me unía de antemano a ninguno de los aspectos del objeto de tu estudio. Diría, como se dice en el fútbol, que sos una tiempista. Manejás a voluntad los tiempos del discurso, los momentos en que se deben introducir anécdotas, vicisitudes, referencias, relaciones. No te voy a contar a vos la estructura de tu propio libro, pero encontraste la dosis justa entre contexto de la obra (la ciudad y sus historias) y la obra (de la múltiple genealogía a lo que ella ha permitido producir). Si toda ciudad, como escribís, "es una conversación entre el pasado, el presente y el futuro", tu libro también lo es […] Tengo mil cosas para decir […] prefiero agregar sólo una, que me habilité a contarte cuando leí: "el inevitable triunfo de la muerte". Hace un año escribí sobre El triunfo de la muerte de Pieter Brueghel, te paso el link porque intuyo un diálogo (aunque sea implícito) entre ambos textos. Muy emotivo el final, como si vos misma hubieras entrevisto la isla. Finalmente, ¿dónde reside la atracción ingobernable que ejerce la obra de Böcklin? Lo dijiste en dos o tres oportunidades, sin decirlo: anoté en la página 25, ambigüedad. ¿Edén o abismo? ¿Condena o salvación? Con seguridad, las dos juntas".
2. Divina Comedia, Canto VIII: “Chi e` costui che sanza morte va per lo regno de la morta gente?”; traduzco: ¿Quién es aquel que sin estar muerto camina por el reino de los muertos?
3. Las líneas de este pasaje describen de manera sorprendente la acción de algunas pinturas de Quinquela.
4. Un referente indudable es Víctor Fernández, director del museo Quinquela: “No solamente un uso del color, que lo alejaba de muchos preceptos académicos provocando un rechazo por las elites de la crítica culta porteña, sino que su representación va a estar cimentada en el uso de gruesas capas de materia que tomaba lo que era el volumen del objeto representado. El óleo aplicado con espátula va enfatizando esas direcciones y esos volúmenes. Él mismo describía su trabajo diciendo que ‘para una obra muy grande podía llegar a tardar una jornada de trabajo, después de haberla macerado en su alma durante varios meses’”.