Colección MNBA: Retrato de Suzanne Valadon, pintora, de Henri de Toulouse-Lautrec

El ritual del crítico frente a la obra, la respiración mutua y el diálogo silencioso. Reflexiones sobre el cuadro del post-impresionista francés, sus adelantos técnicos y conceptuales, y hasta el síndrome que lleva su nombre.
Por Manuel Quaranta

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Ya lo distinguen los aprietos para pronunciar su apellido. Las sílabas encadenadas erigen un muro infranqueable con la lengua franca. No es lo mismo (nunca nada es lo mismo, en ninguna circunstancia, en ningún ámbito vital) Manet, Monet, Gauguin, Rodin, Degas, como latigazos divinos en el cuerpo desgarrado, que la locomotora imparable de Toulouse-Lautrec. 

Sobre la obra Retrato de Suzanne Valadon, pintora (1885) suspenderé esta vez la búsqueda de intersecciones, vínculos o linajes. Nada más que la humanidad del crítico frente a la obra. Y a escribir, es decir, a pensar. Por eso emprendo la caminata hacia el Museo Nacional de Bellas Artes, con apenas dos o tres prejuicios sobrevolando. Me mantendré a prudente distancia de libros, catálogos, documentales, informes exhaustivos que en otras circunstancias fungieron de salvoconducto para ingresar a la fiesta (y no al velorio) del autor. Claro que podría prescindir del museo y rastrear digitalizaciones fieles, sin embargo, faltarían la respiración mutua, el diálogo silencioso, la soledad común, imposibles de suscitar observando una reproducción en la pantalla de la notebook. Dejarme atravesar. Dejarme poseer. Esas son las razones del desplazamiento al Bellas Artes. El ritual crítico, el ritual del crítico: me llevo algo del museo, el museo se queda con algo mío.

La noción de un sujeto (neutro) frente a un objeto (también neutro) es un paso de comedia. Nadie en su sano juicio podría creer semejante ingenuidad. Si un objeto nos convoca (cualquiera, desde un simple vaso de plástico hasta la joya más lujosa del mundo) estará operando en nosotros la fascinación por el objeto. En el caso de la pintura no me refiero a la representación del objeto, sino al objeto en tanto objeto. Además, circulan rumores, teorías, discursos sobre aquello a lo cual nos enfrentamos. Esta circulación la compruebo cuando le cuento a un amigo artista de la inminente visita para ver Retrato de Suzanne Valadon, pintora. Sorprendentemente, como si se hubiese puesto el traje de historiador del arte, Aníbal Buede me devuelve un audio con interesantes precisiones: 

"Toulouse-Lautrec es un artista bastante olvidado en estos tiempos, cuando yo entré a la escuela, hace cuarenta años, era alguien que estaba muy presente…todavía no había explotado lo del arte contemporáneo, al menos acá en Córdoba…Yo estaba enloquecido: hacía reproducciones de las obras de Toulouse-Lautrec, veía películas, compraba libros, fascículos…y lo único que me quedó…fue que el chabón siempre tenía novias o salía con bailarinas del Moulin Rouge, y según él, lo hacía para que las chicas se vieran más lindas…porque, bueno, ya sabemos el problema físico que tenía…que era una persona muy desagradable de ver…entonces decía que las chicas se veían más lindas por estar al lado de alguien feo…esas boludeces me quedaron…seguramente vos irás más profundo". (1)

A partir del contacto cambian mis planes. Basta que decida prescindir de las relaciones para oír el canto de las sirenas. Me rindo ante la evidencia. Suspendo la suspensión. Abro la caja de pandora. 

 

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Por pertenecer a la nobleza, la más paranoica de las clases sociales, el niño Henri provino de la unión entre parientes, siempre atentos a evitar la dispersión de la fortuna o la intromisión de nuevos valores dentro de la familia. La endogamia (2) hace estragos, sin duda. Esa unión entre familiares sanguíneos quizás produjo la enfermedad genética revelada a los diez años, cuando los padres del futuro artista ya se habían separado: Toulouse-Lautrec nunca superó el 1.52 de altura. 

 

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 Toulouse-Lautrec en una foto posando con atuendos femeninos.

 

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Pincelada corta en el exterior y larga en el cuerpo de Suzanne Valadon, ella se nos impone y con ella la mirada absorta. Mira y evita. Mira al sesgo, ladeada, como ladeado se encuentran su cuerpo y el tronco del árbol, cuya inclinación hacia la izquierda equilibra la imagen. ¿Es una tempestad lo que ocurre en el fondo? La mujer, no obstante, bien plantada, en sentido literal, porque de la cintura para abajo la pintora parece plantada, enterrada, como cualquier árbol. A causa de la perspectiva, no resulta sencillo distinguir si la parte inferior del cuerpo está bajo tierra o es el encuadre el que obtura la visión de la falda del vestido. Por lo pronto, se respira un clima espeso, como si la mujer se acabara de despertar de una larga siesta. A lo mejor salió a pasear, y ahí termina la historia. 

 

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Retrato de Suzanne Valadon, pintora, de Henri de Toulouse-Lautrec (1885). Museo Nacional de Bellas Artes, Bueno Aires.

 

En la franja central de la pintura se destacan variantes del verde que manchan el rostro femenino; en caso de sobrevenir alguna tempestad, es la tempestad de colores, anaranjados, verdes, azules. Pero no dejemos pasar el dato de que el verde entre dos colores complementarios atenúa el caótico drama. Detrás de la mujer, el escenario se mantiene tenso y artificioso hasta el punto de emular las instalaciones escenográficas de un estudio fotográfico.

Toulouse-Lautrec era consciente de los rápidos desarrollos tecnológicos. En la web aparecen una serie de fotos del pintor defecando en la playa, de 1898. Se me ocurrió anudarlo con Piero Manzoni. Toulouse-Lautrec defecó y Manzoni enlató “il prodotto” en Merda d'artista. Sabemos que la anécdota es diferente, pero la performance de Toulouse-Lautrec motiva a señalarlo como un adelantado, alguien que vio que el arte, años después (vía Duchamp y el ready-made), se convertiría en otra cosa (3).

 

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La mirada al sesgo de Suzanne emite efluvios irónicos. Tal vez ella (también artista) observaba con preocupación los derroteros que el arte seguiría. Usar la palabra derrotero (déroute en francés) no es capricho. Los caminos abiertos en el arte tras la muerte de Toulouse-Lautrec son los de la derrota, pero una derrota paradójica, victoriosa.

 

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Caigo en la tentación relacional. La Toilette es una pintura bellísima de Toulouse-Lautrec con Suzanne Valadon (según dicen algunos) como protagonista. El cuadro exhibe una mujer pelirroja, desnuda hasta la cintura, sentada en el suelo, de espaldas (4) a nosotros y al pintor. La imagen de tonos azulados y marrones destila un erotismo frío, distante, triste aunque nuevamente atenuados por las sombras verdes. En tren de arriesgar sentencias incomprobables, pienso La Toilette como el reverso perfecto del retrato de Suzanne Valadon.

 

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La Toilette, de Henri de Toulouse-Lautrec (1889). Musée d'Orsay, París.

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Alcohólico empedernido, el pintor era incapaz de abandonar la botella aunque fuese para ir a misa. En marzo de 1901, sufre un derrame cerebral que lo obligará a desplazarse en silla de ruedas. Cinco meses después lo ataca una sífilis meningovascular y queda hemipléjico. Su madre lo interna en el castillo de Malromé, donde fallece el 9 de septiembre de 1901, a los 36 años. Además del abundante legado pictórico le dejó al mundo el nombre de una enfermedad: el síndrome Toulouse-Lautrec. Hay quienes afirman que fue el primer caso reconocido a nivel mundial, otras voces rechazan el diagnóstico. Lo cierto es que su nombre bautiza una enfermedad extremadamente rara. La prevalencia del síndrome Toulouse-Lautrec llega a un caso cada 1.7 millones de habitantes. 

Una frase final de Toulouse-Lautrec demuestra que los caminos de la vocación, generalmente, son insondables: “Si mis piernas hubieran sido un poco más largas nunca habría llegado a ser pintor”.  

 

(1) Sólo retoqué aspectos formales (sintaxis, puntuación) del mensaje a los fines de traducirlo de la oralidad a la escritura. No modifiqué su sentido en absoluto. Por supuesto, cualquier lector, incluido el autor del mensaje, estaría en condiciones de impugnar la pertinencia de esta nota.

(2) Una de las acusaciones más frecuentes al arte contemporáneo es la de ser endogámico: “Se conocen entre todos”, “son todos amigos”, “sólo convocan a los conocidos”. Sin embargo, ningún campo como el del arte acoge con tanto entusiasmo al “extranjero”. Pensemos en la cantidad de artistas, críticos y curadores que no provienen originalmente del campo del arte (sociólogos, arquitectos, filósofos). En algunos casos las acusaciones pueden dar en el blanco. Pero ¿no es justamente la lógica de los campos? Detecto, aparte, un tufillo cientificista inflamando las opiniones: el matemático obtiene éxito en su carrera profesional por mérito propio, el artista, no. Vaya mito.

(3) Existirían otros dos emparejamientos con Duchamp, ambos relacionados a la fotografía. Vemos a Toulouse-Lautrec en una foto posando con atuendos femeninos y sombrero, lo que recuerda la imagen de Duchamp siendo Rrose Sélavy. El otro es el montaje “Doble retrato de Toulouse-Lautrec: el pintor y su modelo”, uno de los primeros fotomontajes de la historia. En el caso de Duchamp cambia el procedimiento, un espejo abatible que lo refleja desde cinco puntos de vista distintos. Como se aprecia, las operaciones no son homologables, tan sólo destacamos el rol de la naciente fotografía y las posibilidades de dislocar las prácticas artísticas. Sobre este aspecto me permito remitir a mi ensayo sobre Manet publicado en este portal.

 

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Doble retrato de Toulouse-Lautrec: el pintor y su modelo, de Maurice Guibert (1892)

 

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Retrato de cinco direcciones, de Marcel Duchamp (1917)

 

(4) En el texto sobre Femme a la mer, de Paul Gauguin, rescaté la excepcionalidad de toparse con pinturas que representan mujeres de espalda. Cité en aquella ocasión al pintor danés Vilhelm Hammershøi como autor de varios retratos con esa particularidad. Esta nota tiene por objetivo incluir en el grupo a Toulouse-Lautrec.

 

 

 

 

 

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