Así como Federico Manuel Peralta Ramos escribió una carta que se convirtió en emblema de la vanguardia (1), Pablo Suárez hizo lo propio para comunicarle a Jorge Romero Brest, director artístico del Instituto Di Tella, que declinaba la invitación a participar en Experiencias 68, de donde previamente habían sido excluidos (2) otros artistas, “por una imposibilidad moral”. El argumento resulta contundente: “Hoy lo que no acepto es al Instituto que representa la centralización cultural, la institucionalización, la imposibilidad de valorar las cosas en el momento en que éstas inciden sobre el medio, porque la institución sólo deja entrar productos ya prestigiados a los que utiliza, cuando, o han perdido vigencia o son indiscutibles dado el grado de profesionalismo del que los produce, es decir, los utiliza sin correr ningún riesgo”. (3)
Carta de Pablo Suárez a Jorge Romero Brest, director artístico del Instituto Di Tella (1968).
Luego se refiere al público: “Esta gente no tiene la más mínima preocupación por estas cosas, por lo cual la legibilidad del mensaje que yo pudiera plantear en mi obra carecería totalmente de sentido”. Suárez advierte que a determinado público le pasa desapercibido su objeto (el objeto artístico), aunque asista entusiasmado a los eventos. Es un planteo de suma actualidad. ¿No notaron que hay exposiciones repletas de visitantes con un desinterés soberano por el arte? ¿No se proyectan películas vistas por millones a los que el cine los tiene sin cuidado? ¿Sería malintencionado sugerir que los libros más vendidos, en general, los lee gente poco proclive a la lectura? Como dice Suárez, no se puede estar bien con Dios y con el Diablo.
“Esta renuncia –concluye– es una obra para el Instituto Di Tella. Creo que muestra claramente mi conflicto frente a la invitación, por lo que creo haber cumplido con el compromiso”. La carta es la obra final de Suárez, ambigua, directa, literal, corrosiva; su despedida del Di Tella y la despedida del Di Tella mismo como institución; tal fue la magnitud de la ruptura que Rafael Cippolini afirma, en el programa televisivo Los siete locos, dedicado a la exposición Narciso Plebeyo (Malba, 2018), curada, justamente, por Cippolini y Jimena Ferreiro: “Él se fue y se acabó el Di Tella” (se acabó el Di Tella y nació el mito).
Pero en esta oportunidad no vamos a ocuparnos del Di Tella ni de las vanguardias radicalizadas (¿redundancia?) de fines de los 60 sino de Patio, una pintura sosegada, armoniosa, compuesta por Suárez en 1978, momento de delirio e insensatez político y social. El patio es un espacio mítico de la escena porteña, y por extensión de la Argentina.
Patio (1978).
Jorge Luis Borges popularizó el patio como espacio íntimo y reflexivo, cuando los arrabales, los conventillos, las orillas y los cuchilleros ya habían desaparecido. En su primer libro, Fervor de Buenos Aires (1923), Borges le dedica el poema titulado, ¿cómo no?, “Un patio”. Volvamos a leerlo con la pintura de Suárez a mano:
Con la tarde
se cansaron los dos o tres colores del patio.
Esta noche, la luna, el claro círculo,
no domina su espacio.
Patio, cielo encauzado.
El patio es el declive
por el cual se derrama el cielo en la casa.
Serena,
la eternidad espera en la encrucijada de estrellas.
Grato es vivir en la amistad oscura
de un zaguán, de una parra y de un aljibe.
Suárez desvía el foco de atención del espacio en sí hacia los objetos presentes en el espacio: una maceta y una silla, con sus correspondientes sombras, colores, formas y texturas. Patio se enmarcaría dentro del género naturaleza muerta, como Florero con hojas, de 1976. Es digna de notar la divergencia en la relación entre el título y lo representado. Si en ambas pinturas se representan objetos, ¿Porqué a una la denomina con el nombre del espacio y a la otra con el de los objetos? Aplicando la misma lógica de Patio, Florero con hojas podría titularse Mesa, al igual que Carta junto a malvón (1975). Esto demuestra la importancia del título en la pintura, casi como un color más.
En Patio priman los tonos violáceos y rosados (tirando al celeste) y una mezcla brumosa tendiente a experimentar con la combinatoria de colores. Las sombras –más la de la silla que la de las hojas– proyectadas en la pared, cobran una corporeidad maciza, espesa, produciendo una inversión extraña en la superficie pictórica: el objeto real parece imitación de la sombra.
Florero con hojas (1976) / Carta junto a un malvón (1975)
A parte de con otras naturalezas muertas de Suárez, como Maceta (1975) o El patio de la oficina (1980), Patio dialoga con La silla (1976), de Juan Pablo Renzi, agente fundamental de la vanguardia artística, siempre al límite de dar el salto hacia la política. De hecho, en un escrito sobre Tucumán Arde, escribió: “Para ello –es decir, para que los fenómenos culturales trasciendan el campo del arte– era necesario asimilar el concepto de vanguardia estética al de vanguardia política” (4).
Maceta (1975) / El patio de la oficina (1980)
La silla expuesta en el cuadro era un modelo muy popular en aquellos años y podía verse de a cientos en los balnearios de la Costa Atlántica; por ejemplo, ese modelo aparece también en Figura sentada (Retrato de don Juliano Borobio Mathus), de Héctor Giuffré, 1975. La silla solitaria de Renzi, tiene como paisaje (ella misma es paisaje) el mar de fondo, la luz del sol bañando la acción y una sombra desquiciada.
La silla, de Juan Pablo Renzi (1976).
La obra de Suárez atraviesa de manera visceral cinco décadas de arte e historia argentinos. A casi veinte años de su muerte, continuamos percibiendo sus pinturas, esculturas, instalaciones y gestos como radicalmente contemporáneos. ¿Por qué? ¿Por qué Suárez no pasa de moda? Porque nunca fue moda, porque su trabajo se abocó a experimentar con las formas, los materiales, los imaginarios. Suárez fue –sin duda– hijo de una época, pero a la vez supo batallar contra su época, y por eso consiguió algo extremadamente difícil para los artistas (y filósofos y escritores y poetas), quizás lo más difícil: volverse intemporal.
1. En realidad –según la web del Museo de Arte Contemporáneo de Rosario–, fueron dos cartas dirigidas a Mr. James Mathias de la John Simon Guggenheim Foundation, mediante las cuales Peralta Ramos (avalado por el arquitecto Clorindo Testa en la obtención de la beca) rindió cuentas del primer envío de dinero de la fundación, que utilizó para organizar una cena en beneficio de sus amigos en el Hotel Alvear. Dice Peralta Ramos: “Una de las razones que me impulsaron a este tipo de manifestación es la convicción de que ‘la vida es una obra de arte’, por lo que en vez de ‘pintar’ una comida, dí una comida. Mi filosofía consiste en la frase: ‘Siendo en el mundo’. Creo que la aventura del artista es el desarrollo de su personalidad, para obtener ‘la constitución’ de yo. En una palabra: vivir”.
2. Pablo Suárez, con el correr de los años, se mostró obsesionado, además de con las posibilidades materiales y políticas del arte, con la exclusión social –y entre ellas, la artística–. Quizás su obra más conocida sea Exclusión, una especie de cuadro-objeto (u objeto-cuadro), aproximadamente de 190 x 200 x 32 cm, compuesto por un soporte de madera bidimensional y una figura modelada en resina epoxi, lo que contribuye darle a la escena un aspecto pulido y brillante. En 1999, Argentina había perdido sus restos de homogeneidad, y los excluidos pasaron a ser mayoría. En esta pieza vemos a un hombre aterrorizado, con los cabellos al viento, que se aferra a los barrotes de un tren en marcha. Es una escena repetida en nuestro país, si bien el menemismo (1989-1999) redujo las vías férreas de 35000 km a 11000, despidió a 80000 trabajadores y borró del mapa 300 pueblos, convirtiéndolos en pueblos fantasmas, por lo que la obra puede interpretarse en sentido metafórico: los pobres que perdieron el tren en un país que se había modernizado (modernización extraña: sin trenes), pero a la vez emerge el temor a caerse del tren, de quienes aún soportan el trajín; por último, la obra trabaja con el fuera de campo: el joven protagonista dirige la mirada a la muchedumbre ansiosa, que lo perdió, y quiere recuperarlo, es decir, quiere volver a subirse al tren, aunque se sabe (ellos lo saben), el tren no pasa dos veces. La obra pertenece a la Colección Constantini.
3. Leónidas Lamborghini –seguramente hacia fines de los 60 o comienzos de los 70– decía: “El artista sabe que su muerte es el museo, la consagración. Va hacia allí porque no puede dejar de ir, pero él sabe que en el momento en que está consagrado, está muerto, no se lo discute, no lo rechaza más nadie, ya está aceptado” (en La literatura amotinada, de Luis Gusmán).
4. En el final del documento figuran los nombres de quiénes realizaron la obra y de quiénes concibieron la idea de Tucumán Arde, el último nombre mencionado, antes del punto final, es Suárez (sólo un detalle: el apellido que se declara es Juárez, pero las circunstancias históricas indican, y lo confirma Cippolini, que estamos frente a un error de tipeo: Juárez es Suárez). Vale la pena releer, además: “Siempre es tiempo de no ser cómplices”, firmado por Renzi y otros artistas: “Porque nuestra NO PARTICIPACIÓN en este Premio –Braque 1968– es apenas una actitud perteneciente a una voluntad más general de NO PARTICIPAR de ningún acto oficial (oficial o aparentemente oficial) que signifique una complicidad con todo aquello que represente a distintos niveles el mecanismo cultural de la burguesía instrumenta para absorber todo proceso revolucionario” (los textos de Renzi y de Suárez fueron extraídos del libro Manifiestos argentinos: políticas de lo visual 1900-2000, de Rafael Cippolini).