Hay muchas obras llamadas Untitled (Sin título), pero ninguna tan controversial y potente como la que Andrea Fraser realizó en 2003, cuando un coleccionista le pagó 20 mil dólares para ser grabados, desde una cámara fija, teniendo sexo en la habitación de un hotel. La pieza, que tiene diferentes versiones (con o sin sonido, editada o cruda) causó controversia y no faltaron acusaciones, de críticos y periodistas, sobre prostitución y pornografía; todas basadas en la liviandad de no conocer los ejes conceptuales de la obra de la gran performer estadounidense. La performance no lleva nombre porque refiere a ese espacio de lo indefinido, de lo innominado, ya que es una crítica profunda a cómo los artistas se venden al mejor postor para mantenerse, o como el mismo sistema los lleva a eso, dejando de lado sus propios intereses y pensando sus obras con espíritu mercantil.
Untitled (2003)
Fraser (Montana, 1965) es una de las personalidades más importantes del mundo del arte, pero no vende su obra al sistema comercial, por lo que su nombre no suele aparecer en los grandes medios. La masividad, contrario a lo que sucede con su colega colega Marina Abramović, le es esquiva. Y es cierto que la performance no es la disciplina per se más capitalista, aunque por su prestigio bien podría convertir en ganancia sus experiencias, como sí lo hizo Abramović, quien ha generado todo un campo comercial más allá de sus presentaciones, con la venta de sus fotografías, por ejemplo. Pero esta no es la única, y para nada pequeña, diferencia entre la estadounidense y la serbia, ya que los temas que abordan no tienen casi puntos de encuentro. De hecho, Fraser expresó en entrevistas que no se siente “conectada” con la autodenominada ‘madrina de la performance’ europea, que según ella, prefiere “la trascendencia por sobre las cuestiones sociales, económicas y políticas”.
Su postura punk en palabras y hechos, se manifiesta desde la construcción de una serie de presentaciones beligerantes con el ecosistema del arte y, a su vez, manteniendo distancia de aquellos que critica. Por eso, desde 2012, abandonó a su galerista de Nueva York, Friedrich Petzel, para no estar involucrada en “la economía comercial del arte que sólo vende a una red ultra selecta de coleccionistas privados”, y desde entonces su labor solo puede comercializarse a museos, a través de la galería alemana Nagel Drexler. Según sus propias palabras, su moral combina el libertarianismo occidental y el individualismo hippie con el feminismo y los valores de los movimientos antibélicos y del orgullo gay. Aunque su pensamiento tiene una profunda admiración por Pierre Bourdieu, ya que le resulta “imposible imaginar que los artistas pudieran estar fuera de la sociedad o en contra de ella”.
Otra de las obras que marca el espíritu contracultural de la estadounidense es Bienvenida oficial. Estrenada en 2001 en el Morse Institute of Conceptual Art, presenta una ceremonia de múltiples personalidades (con voces, ropa y manierismos) durante una suerte de entrega de premios en la que va realizando los papeles de nueve artistas (reales, los discursos están basados en una investigación sobre los “homenajeados”), como de nueve presentadores que remiten también a críticos, marchantes y coleccionistas, y que no dudan en exagerar su efusividad. Para el final, la performer termina desnuda en el escenario. “Un artista es un mito. La mayoría de los artistas internalizan el mito en su proceso de desarrollo y luego luchan por encarnarlo y actuarlo”, dice en una entrevista con Sarah Thornton para el libro “33 artistas en 3 actos” (Edhasa).
Official Welcome (2001)
Andrea tuvo una educación errante. Creció en el ambiente hippie de Berkeley, California, como hija de un ministro de la Iglesia Unitaria Universalista (una corriente del cristianismo protestante que sostiene que Jesucristo no es Dios) y una madre pintora, poeta, novelista, psicoterapeuta y chamana, que se asumió lesbiana cuando la performer era aún una niña. A los quince ya había abandonado sus estudios y, lógicamente, no posee título universitario alguno, aunque eso no le impidió, gracias a su carrera, convertirse en profesora con cargo vitalicio de la UCLA. Antes de su trabajo fijo como docente, fue una nómada y deambuló por varias ciudades viviendo de prestado durante años; desarrollando su visión de crítica institucional, una corriente artística surgida en los años 60 que cuestiona a museos, galerías, colecciones y el rol de los espectadores. Entre 1986 y 1996 integró las V-girls, un grupo de investigación feminista en relación a instituciones como las universidades, que se propuso la necesidad de desafiar la manera en que el canon había sido construido con una mira falocéntrica.
“Nosotros somos la institución. La cuestión es qué clase de institución somos, qué clase de valores institucionalizamos, qué formas de práctica premiamos y a qué clase de premios aspiramos”, escribió en un ensayo de 2005. En 1991 ya había realizado May I help you? (¿Te puedo ayudar?), un video ensayo en el que reflexiona sobre cómo a través del arte se develan las jerarquías sociales, y cómo el arte puede servir de instrumento de distinción a partir de las competencias o el acceso que se tenga a éste. Y en 2011 publicó L’1%, c’est moi (El 1 por ciento soy yo), para expresar su desacuerdo con la actitud del mercado del arte que profundiza la brecha entre ricos y pobres, y que se viralizó tras el Occupy Wall Street. “Todo mi trabajo es sobre lo que queremos del arte, sobre qué quieren los coleccionistas, qué quieren los artistas de los coleccionistas, qué quiere el público de un museo. Es decir, lo que queremos no sólo económicamente, sino en términos más personales, afectivos y psicológicos”, afirmó una vez en una entrevista a The New York Times.