Colección MNBA: El beso, de Auguste Rodin

La escultura del artista francés despierta una serie de sentires en torno al acto universal del amor. Entre la forma y la materia, como es su composición en el espacio y su relación con otros besos icónicos en la historia del arte.
Por Manuel Quaranta

 

La fama de Auguste Rodin excede el campo del arte gracias a una escultura ya clásica. Incluso si omitiera el título, el lector (especialista o no, iniciado o no, atento o no) con la simple mención de Rodin se vería aguijoneado por las garras significantes de El pensador (Le penseur), y quizás solo en segunda instancia por la icónica postura del hombre pensando. ¿Pensando en qué? ¿En la muerte? ¿En un amor de verano? ¿En el fin del mundo?

El pensador muestra una acción congelada. No estoy sugiriendo que la escultura congela la escena, digo que pensar se distingue de caminar, de nadar, de correr. Una persona puede pensar sin mover un dedo (¿puede?). El título agrega ritmo a la escultura, movimiento, es un sustantivo verbalizado o un verbo sustantivado, una palabra encarnada en el cuerpo para llevar a cabo una acción, si bien la acción de pensar es invisible a los ojos, de ahí la necesidad de representarla.

Originalmente, la escultura iba a llamarse El poeta, pero tal vez el título incomodaba a Rodin por faltarle la sana cuota de dinamismo. ¿Poeta pensando? Es famosa la anécdota contada por el sumo pontífice del surrealismo, André Bretón, sobre Saint-Pol-Roux, quien colgaba cada noche un letrero en la puerta de su habitación: “No molestar, poeta trabajando”. La advertencia revitaliza el poder de los sueños, pero también la ambición del poeta que trabaja cuando el resto de la humanidad duerme. 

Con el título definitivo Rodin logró condensar el sentido de la acción y del ejecutante, con una particularidad: si camino, necesariamente tengo que caminar, si nado, tengo que nadar, en cambio, si pienso, podría efectuar sólo la mímica. Es una distinción sutil (aunque evidente) y no es este el lugar indicado para explayarme. Sólo indicaré que El pensador enfrenta un dilema, una cuestión compleja, grave, sin solución aparente. Por eso la flexión exagerada de la mano (¿se piensa con la mano?, ¿la mano piensa?), que vuelve sobre sí, es decir, reflexiona. El motivo de reflexión de El pensador lo constituye su propio ser… Me detengo acá, El pensador no es el objeto del presente escrito, aunque podría llenar páginas y páginas con especulaciones. La obra elegida en esta oportunidad es una escultura menos célebre, y a mi juicio más bella: El beso (Le baiser)

 

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El beso exige rodear la pieza, girar en torno, asomarse a los amantes, como si Rodin nos obligara a desplazarnos para apreciar la escultura en su esplendorosa cadencia. Partamos de la base que la escultura no es sólo una cuestión de talento con el bronce o el mármol. El problema básico de la escultura, además del problema de la representación y de los materiales, es el espacio. La composición del espacio, en el espacio, para el espacio. La obra se planta y nace el espacio escultórico. Rodin nos propone revisar perspectivas, puntos de vista y tomar conciencia del carácter plástico de las figuras.

Auguste Rodin disfrutó de reconocimiento en vida, pero sus obras a veces eran rechazadas por los autores del encargo. Y es lógico, Rodin no esculpía según el deseo del otro, sino a partir de su intrincada manera de percibir el mundo, y esa cualidad no siempre redunda en elogios ni en pagos a tiempo.

Algunos de los procedimientos de Rodin lo colocan en franca ruptura con el canon académico del siglo XIX, preponderantemente estilizado, pulido e ideal, de temas míticos o bíblicos. Uno de sus procedimientos preferidos era el inacabado, consistente en dejar las marcas de las herramientas para dar la sensación de mayor expresividad de la materia y del gesto, lo que genera cercanía en el espectador, y a la vez, reticencia.

A El beso lo envuelve una atmósfera de intimidad. Es una intimidad exterior, bífida, ajena y propia, como un reflejo presente del pasado o del porvenir. Se produce entonces un fenómeno distinto al de ver una pareja besándose en la vía pública, la reacción común tiende a desviar la mirada para no ser confundido con un voyeur; con El beso sucede justo lo contrario, y no sólo por su aura institucional.  

La obra fue donada por el mismísimo Rodin, tan afecto a nuestro país. El artista era muy amigo de Eduardo Schiaffino, primer director del Museo Nacional de Bellas Artes. En la sala 10 donde está emplazada se yergue también el estudio sobre El beso, mucho más pequeña y origen de la escultura principal. 

 

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Según el equipo de investigación del museo: "Al comparar las dos piezas se pone de manifiesto la distancia que existe en la producción de Rodin entre el modelo inicial, al cual corresponde este estudio, y la obra terminada en su versión amplificada. La escultura final siempre pierde algo de espontaneidad al expandirse en el espacio. Asimismo, en el aumento del tamaño el espectador modifica su percepción, pasando de una mirada que abarca toda la pieza –en el caso de la terracota– a rodear El beso, en su versión definitiva, para poder realizar una lectura completa."

Fue una sabia decisión curatorial (1) de reunir las dos esculturas. Amplía la perspectiva del espectador y hasta refuerza las cualidades de ambas obras. De cualquier manera, El beso del Bellas Artes es un calco de yeso, una reproducción del original supervisada por el artista. Rodin creó una docena de versiones de la escultura para distintas instituciones, algunas de mármol, otras de bronce, unas más estilizadas, otras más rústicas.

Cuando le conté a un amigo coleccionista la aventura de escribir sobre El beso me preguntó si no sería conveniente tenerla en casa, levantarse todos los días con la escultura a la vista, acostarse y que sea la última imagen del día. En efecto, su presencia en casa robustecería mi análisis crítico. Uno podría detectar resquicios, trazas, horizontes interiores ausentes, hasta que el objeto de pronto empezara a hablar, y cuando algo habla están dadas las condiciones para entablar un diálogo. La escultura empezaría a hablar aunque carezca de lengua, aunque los amantes tengan ocupadas sus bocas. 

 

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El living de mi casa resulta poco espacioso para albergar la escultura, pero por gracia del destino vivo a 20 minutos del Bellas Artes, tomo el 93 o el 130, entro al museo, me instalo, observo, siento y pienso; luego regreso a casa y escribo, y mientras reescribo se me ocurren ideas impensables fuera de la práctica escritural.  

La composición de los cuerpos de los amantes configura un cuadro (un encuadre) de equilibrio frágil y flexible, es el equilibrio armónico de una escena de pasión, a fin de no cargar las tintas con excesos románticos; por otro lado, si miramos fijo advertiremos que además del beso bocal de los protagonistas, son los cuerpos los prestos a besarse, cuerpos enteros, entrecruzados, entrelazados, dinámicos, fundiéndose en un beso parecido a un abrazo.

Mi obsesión relacional me insiste para revisar dos casos de besos artísticos (2). El beso (Der Kuss) de Gustav Klimt de Gustav Klimt, pintado en 1908, el año en que Rodin donó su obra al Bellas Artes. En la pintura de Klimt los amantes pierden corporalidad y se fusionan (rasgo medieval) entre ellos y con la naturaleza; esto no sucede en Rodin, más allá de la pasión, la cercanía, el intento de hacer uno de dos, nunca ocurre la simbiosis total. Seguimos percibiendo la manifestación de dos individuos (rasgo moderno).

En la célebre fotografía de Alfred Eisenstaedt tomada en 1945, un marinero besa a una enfermera en Times Square el día de la victoria de las Fuerzas Aliadas, al término de la Segunda Guerra Mundial. La fotografía destila frescura y se conserva como icono del amor frente al desastre bélico. Sin embargo, al observarla con paciencia (la paciencia es condición para la crítica), nos damos cuenta de que la foto no es tan fresca sino más bien tensa (basta ver la mano y el brazo del marinero), mucho más tensa que la escultura. De las tres obras, la menos forzada resulta la por naturaleza más dura, fría y seca. 

 

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Baiser en francés significa tanto besar (verbo) como beso (sustantivo). Rodin logra condensar en el título la acción y el hecho. Acción y sustancia coinciden. No hay excusa entonces para suponer que el grupo escultórico cita a individuos particulares, una pareja específica, ni nosotros, espectadores, ni Paolo y Francesca, sino que el beso de Rodin es un beso general, generacional, el beso romántico, de amor cortés, tan expuesto en el cine (3), pilar de los valores occidentales.

El hombre de la escultura retiene en la mano el esbozo de un libro. No importa cuál. Importa que sostenga el ejemplar mientras besa apasionadamente a su amada. La presencia del libro indica varias cosas. Elijo una. Si el placer de la lectura se relaciona con erotizar las páginas, las letras, los párrafos y tratar el libro como un cuerpo, el amor supone lo inverso, tratar el cuerpo del ser amado como las páginas y las frases de un libro, volver sobre ellas, sentirlas siempre nuevas; amar: hacer de un cuerpo, un libro, y besarlo (leerlo) con fervor.

Pero no caigamos en el triste error de reducir el trabajo de Rodin al tema, es cierto, la obra incluye amor, pasión, amantes, besos, pero el trabajo verdadero del artista desborda lo temático, lo anecdótico, lo histórico, para ofrecernos una definición de lo que el arte es: voluntad matérica más convicción formal. 

 

Notas:

(1) Conversando con el artista y editor Gaspar Núñez surgió la siguiente pregunta: ¿Por qué el relato curatorial del Museo Nacional de Bellas Artes le ofrece al público primero el arte europeo (internacional) y luego el arte argentino? La pregunta no es una objeción estética ni patriótica, simplemente busca develar, para debatir, los supuestos ideológicos de la institución.

(2) Otras obras ineludibles, que también trazan un diálogo directo y explícito con la escultura de Rodin, son la pintura El beso (1897) de Edvard Munch, la escultura El beso (1908) de Constantin Brancusi y la fotografía Le Basier de L' Hotel de Ville, Paris (1950) de Robert Doisneau.

(3) Sobre la temática “Besos en el cine” sobra material para escribir varios ensayos. Me gustaría tan sólo recordar que en Cinema Paradiso (1988), el sacerdote censor cortaba las escenas donde los protagonistas se besaban. En el final de la película, Toto, ya adulto, ve aquellas escenas prohibidas, empalmadas, como regalo póstumo, por el inolvidable Alfredo. La relación entre besos y amor está normalizada, deberíamos alguna vez tender puentes entre besos y rebeldía.

 

 

 

 

 

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