Recuerdo ahora la sonrisa de Josefina Robirosa. Fue muy cerca desde donde estoy escribiendo sobre esa misma sonrisa de dientes pronunciados con la que pasé varias horas en un departamento antiguo que miraba al Museo Histórico Nacional cuando la Avenida Caseros todavía no se había vuelto un (¡otro!) polo gastronómico. Jose meditaba, ya estaba meditada para cuando llegaron el té y las medialunas, en una cantidad que excedía la situación de entrevista. Quiero decir que nos excedía como si nos hubiéramos corporizado en un desayuno-vernissage para fantasmas. A corazón abierto, Jose me contó aquella mañana-tarde interminable la historia de su vida, la de una hija de la aristocracia que eludió el mandato familiar y el destino ya escrito con uno de los herederos de los Miguens para vivir con un escultor plebeyo al que amaba locamente y con el que estaba todo por escribirse.
Cada tanto se quedaba suspendida, tildada. Y volvía: reset. Sonriente. La había pasado mal pero ahora estaba todo bien. Estaba meditada.
El escultor plebeyo se llamaba Jorge Michel y les gustaba mucho ir juntos al cine. Esa mañana luminosa la pintora Robirosa (o: esa mañana la luminosa pintora Robirosa), que estaba por inaugurar una muestra de grandes y nuevos cuadros en la galería Vasari, dijo una de las dos cosas definitivas que escuché sobre el cine. Hablábamos de Jorge De la Vega, un fetiche común, de su muerte repentina, absurda, a los 40 años, saliendo del viejo canal 7. Josefina me contó que Jorge y ella eran grandes amigos suyos y desencajados por lo que le había pasado al arcángel neofigurativo se encerraron a ver tres películas en continuado en un cine de Olivos. “En el cine uno se olvida de sí mismo, ¿viste?, y nosotros queríamos ser otros y no tener nada que ver con Jorge”, dijo y me sonrío. Pensé entonces, ahí mismo, que era cierto, muy cierto, y que poco tiempo atrás había leído lo mismo pero dicho exactamente al revés por el escritor colombiano Andrés Caicedo, autor de Que viva la música!, un libro de culto que había empezado a circular de forma tardía por Buenos Aires. Caicedo era tan cinéfilo como Josefina, la niña criada en el Palacio Sans Souci que quería pintar, y había escrito en neón que se entraba al cine para que las películas nos dijeran algo sobre nosotros mismos que desconocíamos o creíamos desconocer. Perderse o encontrarse, ser proyectados por la proyección. Josefina escuchó esto mismo que acabo de escribir sobre Caicedo encantada. Una niña gigante que sonreía demasiado.
En mayo van a cumplirse tres años sin Josefina en su departamento antiguo y elegante de Parque Lezama. De su obra siempre me intrigaron unas esferas que hacía en los 60, como un planeta independiente del extendido pop art que cubría el horizonte de la época. Pero nada me resultó más atractivo a la hora de escribirla de nuevo que aquella sonrisa con la que me esperaba detrás de una puerta de madera tan larga como ella. Vuelve a mí cada vez que una película hace que olvide la realidad o que un personaje me susurre algo que creía desconocer sobre mí. Ahí, en ese micro-cine en el que la pintora y el escultor siguen viendo funciones en continuado, ad eternum.