Museo James Turrell (Argentina): espacio, color y percepción

Ubicado en Salta, es el único museo dedicado a la obra del artista en el país. Está compuesto por obras de luz natural y artificial que generan ilusiones ópticas y una auténtica experiencia sensorial.  
Por María Paula Zacharías

 

Ilusiones ópticas, tensión en la propia percepción, deleite de perder límites y formas, desconfianza de la distancia de las cosas y aprendizajes a ciegas… Este tipo de juegos con la visión propone James Turrell, artista californiano de 81 años, en el único museo dedicado enteramente a su obra que está en la Argentina, en la Bodega Colomé de Salta. En medio de los Valles Calchaquíes, donde la tierra es roja, los caminos son más altos que las nubes, las estrellas parecen multiplicarse a la noche y el sol enceguece de día, Turrell encontró el lugar perfecto para su obra: intenso y brillante como los vinos que ahí se producen. 

También, encontró al coleccionista capaz de construir un museo sólo para él, 5490 metros cuadrados de espacio de exposición divididos en nueve cámaras, según su propio diseño a más de 2000 msnm. Lo hizo el suizo Donald Hess (1936 - 2023) , que se había afincado en Salta en 2001, mientras dejaba en Europa sus Andy Goldsworthy, Francis Bacon, Katsura Funakoshi, Gerhard Richter, Magdalena Abakanowicz  y Robert Rauschenberg (la Hess Collection incluye obra de los argentinos Leopoldo Maler y Daniel García). A Turrell lo coleccionaba desde 1970, y cuando compró Colomé, comenzó a levantar las paredes de este inusual museo sin obra física, a excepción de un puñado de grabados. La obra es luz natural y artificial, y atraviesa al visitante hasta las lágrimas o el enloquecimiento óptico (esta cronista afirma que en una obra vio que se movían las estrellas, y no eran satélites, era el Lucero; sus compañeras de experiencia lo niegan).

Para vivir algo parecido a la visita al Museo James Turrell de Salta hay que ir hasta Tōkamachi, Japón. Son unas cuantas horas menos de viaje en avión y muchas más de camino sinuoso hasta Payogasta, donde se puede comer, beber y dormir como rey. Después hay observatorios por el mundo, como el Ta Khut, integrado a la Posada Ayana en José Ignacio, Uruguay. O un volcán que es work in progress desde hace treinta años y solo unas pocas personas en el mundo lograron visitar en el desierto de Arizona. 

En el museo salteño no se puede filmar ni sacar fotos, y apenas se puede explicar. Cuando dos personas que lo visitaron se encuentran solo pueden mascullar: increíble. Es muy difícil transmitir con palabras lo que pasa en el cuerpo.

Turrell dedicó su vida a investigar la experiencia sensorial del espacio, el color y la percepción. Nació en 1943 en Pasadena, California, en una familia de cuáqueros asustados por el ataque a Pearl Harbor, que había ocurrido dos años antes. Las ventanas continuaban tapiadas por un plástico negro, y Turrell pensaba en las estrellas: de día siguen ahí, solo que no las vemos porque las tapa la luz del sol. Entonces, perforó los plásticos con la configuración exacta de las estrellas, para verlas también de día, como haces de luz. Algo así logra a lo largo de toda su obra: dejar ver, mostrar, ayudar a mirar. “Mi deseo es crear una situación en la que pueda involucrar al espectador y permitirle ver. Que se convierta en su experiencia”, ha dicho.

El objeto artístico no está. Parece que hay una pirámide verde, Alta Green, una de las obras del Museo Turrell que muestra los primeros experimentos del artista con la luz y la arquitectura. Al caminar alrededor, la pirámide cambia de forma y se advierte: es solo luz. Lunette es un pasillo oscuro marcado por un portal vertical que da al cielo, y cambia de intensidad con el paso de las horas. A la Luna, Turrell la bañó con luz blanca de neón. 

Hay una experiencia que se repite. Yendo al museo desde Salta por la Cuesta del Obispo, unas cuatro horas de ripio y cornisas, aparece primero el mareo y luego, cuando una nube baja o sube, cuando el auto queda adentro de la nube y no se puede ver el precipicio ni nada alrededor, aparece el efecto Ganzfeld: el ojo no puede enfocar y no hay noción de profundidad. El fenómeno, tal cual, se repite en una de las cámaras de Turrell, Spread, 1200 metros cuadrados de la nada misma: un ambiente zen del que no se perciben los límites, un abismo iluminado y un poco aterrador.

Más adelante, una cámara somete a la penumbra: con los minutos la pupila se acostumbra y ve. Otra obra monumental: la inmersión en colores en un pasillo donde se suceden espacios sin límites. En otra experiencia, se descree de los colores que se ven. Una puerta se abre… ¿o es luz?

La experiencia final es Unseen Blue, un atrio de estilo romano donde hay que recostarse por media hora a ver el cielo a través de una abertura cuadrada en el techo. Es el atardecer, y la bóveda va cambiando rápido del celeste al azul, y después al negro. Cruza una nube y empiezan a verse, por fin, las estrellas. A veces puede ser que parezca que se mueven, pero también Turrell juega con nosotros y cuando quiere tapa las estrellas con su potentes luces. Turrell es, entonces, como el sol. Al salir, ya de noche, las luciérnagas continúan con el hechizo. 

 

 

 

 

 

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