El arte toma en este ecosistema híbrido, entre urbano y natural, distintas formas. Formas que se distribuyen dándole distintos sentidos a este predio de barrios llamado Puertos, en la localidad de Escobar. Puertos es el proyecto de nueva ciudad del empresario, fundador y presidente del Malba, Eduardo Constantini, también creador de Nordelta en Tigre. Ya existen casas, edificios, dos escuelas y más de 5 mil personas viviendo, que los desarrolladores del lugar calculan, llegarán a ser 60 mil.
Estas obras de arte público empezaron a realizarse en 2015, mientras el proyecto de un segundo Malba cobraba entidad, debido a que en el Malba original ya no había espacio y su colección crecía cada vez más y más. Las esculturas e instalaciones fueron emplazadas entonces en esta zona, en un trabajo colectivo del que participaron ingenieros, productores, artistas, arquitectos, diseñadores y desarrolladores.
“A diferencia del Malba, Malba Puertos no está en una zona céntrica, acá queremos crear comunidad, generar actividades y cruces con distintas disciplinas de las artes tales como performance, literatura y música. Tenemos que hacer arte popular”, expresó Constantini al presentar el proyecto a la prensa, respecto de este nuevo museo libre y gratuito ubicado a 50km de Buenos Aires. “Pretendemos que este lugar sea foro, una plaza, lugar de conversación y nacimiento de nuevas ideas”, agregó Eleonora Jaureguiberry, Coordinadora General del museo.
La ciudad rodea un lago de doscientas hectáreas que hace de punto de encuentro. En la playa, unas reposeras para acostarse a descansar frente al agua, sorprenden con los estampados oníricos, abstractos y suavemente geométricos del artista Daniel Basso. Muy cerca se puede ver La paraeólica, una especie de molino monumental hecho por Irina Kirchuk -artista que además se encargó de la coordinación artística de todo el museo-, que con su movimiento, visualiza al viento, sus velocidades e intensidades. Un tótem multicolor, inspirado en las ciudades imaginarias de Xul Solar, según cuenta la artista, y en la idea de una funcionalidad existente pero incomprensible.
Algunas de sus piezas se hicieron especialmente para los sitios donde están, y a otras, la naturaleza del entorno podría decirse que las conquistó. Hay dos colegios y un polideportivo en medio de ambos, pensado estratégicamente para que los chicos y adolescentes interactúen con un conjunto de juegos que cobran vida en colores efervescentes y pasajes lúdicos, realizados por Mimi Laquidara. Vaivenes peculiares que se convierten en aros de basquet y esferas de hormigón que, tajeadas a la mitad, se vuelven mesas, trazando un refugio recreativo al aire libre.
Matías Duville, por su parte, junto a un gran equipo, fue el encargado de hacer El Anzuelo: un skatepark que es obra o una obra que es skatepark. El límite es tan difuso que resulta en pregunta: si a esta instalación patinable, se la mira desde arriba, se identificará un cuadro minimalista con relieves y volúmenes que podrían ser la materialización de un sonido, el rostro del magnetismo. Este cuadro se vuelve además mutante, ya que lo afecta el movimiento constante de quienes atraviesan la pista con patinetas o rollers, volviéndose parte del collage visual.
El movimiento es evocado también en Loop, una obra habitable hecha por Nicolás Robbio que hace pensar en las vueltas, los caminos y, por qué no, giros inesperados de la vida. Jorge Macchi instaló, por su parte, Carrefour: una brújula viva en el centro de una rotonda por la cual los autos pasan dirigiéndose a algún lado. A la pieza la interviene el aire mismo, empujando sus fichas y transformando su significación permanentemente.
En Malba Puertos es como si los árboles mismos formularan pinturas, proyectados sobre una rambla cuando les pega el sol, en una puesta del artista Fabián Burgos. Deja que hable el viento, de Daniel Joglar, está a su vez en el piso más alto de un edificio estilo folie en un rincón del bosque. Para alcanzarlo, hay que sumergirse en una reserva natural que se vuelve sala de exhibición, atravesando un pasadizo de madera zigzagueante que se introduce en el verde y al que acechan los sonidos de este ecosistema en su forma más pura. Inspirada en la idea de fósiles, las formas de la pieza de Joglar se iluminan de noche al estilo glowing art, como las estrellas que brillan en los cuartos de los niños en la oscuridad.
En Nave, de Marcela Sinclair, la oxidación forma parte de la obra. Sus figuras geométricas de hierro, perfectas y desprotegidas -a propósito- de la erosión del aire y la humedad, invocan reflexiones acerca del tiempo y la transformación.
El tucumano Gabriel Chaile tiene, en este museo, una sala propia y permanente con una exposición curada por Andrei Fernández llamada La vida que explota. El conjunto escultórico que la 59° Bienal de Venecia le encargó al artista en 2022, formado por cinco personajes icónicos hechos de barro; dialoga en esta sala luminosa de paredes transparentes con los textiles de la artista wichi Claudia Alarcón y el colectivo de tejedoras indígenas Silät. Las piezas de Chaile componen su retrato familiar y son, a la vez, hornos reales, productores de alimentos, que tienen algo enternecedor. Quizás sean sus texturas ásperas y cálidas, que dan ganas de acariciar o abrazar, o los gestos de esos rostros surrealistas, sus posiciones, que hacen que acercarse y detenerse a contemplar se vuelva irresistible.
En otras dos salas se presentan las exposiciones temporales Ensayos naturales (I), con pinturas del dúo de artistas Mondongo junto a obras del histórico pintor rosarino Luis Ouvrard; y Acto reflejo, una serie de acuarelas de Amadeo Azar que relacionan obras de la Colección Malba y la Colección Eduardo F. Costantini con la flora y fauna autóctona de la zona.
Por último, la exposición Mueble escultura presenta un conjunto de piezas de dieciséis artistas en las que el arte y los objetos de uso se amalgaman, cuestionando el límite entre funcionalidad y poética, y reivindicando así tanto lo difuso e inclasificable dentro del terreno del arte, como a su verdadero poder: la capacidad de generar un espacio de libertad y reflexión.
“Esta arquitectura tiene la aspiración de que el museo sea todo lo que rodea al edificio, desde que empieza la escultura más lejana. Es una invención ambiciosísima y con mucho futuro, que tiene que ver con la apertura y democratización del arte. La Sala Chaile es una sala expositiva neutra que renuncia a la oscuridad de las salas habituales, porque acá hubo que negociar con el sol, el viento y el agua. Se presenta una confrontación entre arquitectura y naturaleza”, subraya el español Juan Herreros, responsable del diseño arquitectónico del edificio del museo, que es moderno, vidriado, recto y grisáceo; e incluye un techo de cúpulas translúcidas que dejan pasar al sol como reflectores ovalados sobre quien se encuentre debajo.
Sin dudas, Malba Puertos impacta por donde se lo mire y rompe con los moldes establecidos de la arquitectura museística.